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El Relojero de las Almas Perdidas
En un rincón oscuro del reino, donde las sombras se entrelazaban con la niebla, vivía un relojero solitario llamado Edgar. Su pequeña tienda, escondida detrás de un callejón sin nombre, no tenía letrero ni anuncio. Solo aquellos desesperados o curiosos lograban encontrarla.

Edgar no era un relojero común. Sus creaciones no medían el tiempo ordinario. No, sus relojes eran para aquellos que habían perdido la esperanza, los que vagaban sin rumbo, los que no sabían apreciar su vida. Cada reloj que fabricaba estaba destinado a alguien que había olvidado el valor de cada segundo.

Los clientes llegaban a su tienda en busca de respuestas. Un hombre de cabellos grises, con los ojos cansados, le pidió un reloj que le mostrara los momentos que había desperdiciado. Edgar le entregó un reloj de arena con la arena negra como la noche. Cada grano representaba un instante perdido. El hombre lo sostuvo en sus manos y suspiró. "Demasiado tarde", murmuró.

Una mujer joven, con lágrimas en los ojos, le suplicó un reloj que le permitiera volver atrás y cambiar su pasado. Edgar le dio un reloj de péndulo con un tic-tac lento y pesado. "Cada oscilación te llevará a un momento crucial", le advirtió. La mujer lo llevó consigo, pero nunca encontró el valor para mover el péndulo.

Los días pasaban, y Edgar envejecía. Cada reloj que entregaba le robaba un fragmento de su propia vida. Su piel se volvía más pálida, sus ojos más hundidos. Pero él no se arrepentía. Creía que su propósito era cargar con las almas perdidas, darles una última oportunidad.

Hasta que un día, un joven arrogante entró en su tienda. Tenía el rostro marcado por el desprecio y la indiferencia. "Dame un reloj", exigió. "Pero no quiero nada sentimental. Solo dame algo que funcione".

Edgar sonrió. Sabía que este joven era diferente. Le entregó un reloj de bolsillo con una esfera de cristal. "Este reloj", le dijo, "te mostrará los segundos que te quedan. Cada tic-tac será un recordatorio de tu finitud".

El joven se burló y salió de la tienda. Pero a medida que el reloj avanzaba, su actitud cambió. Comenzó a apreciar los pequeños momentos: el aroma del café por la mañana, el abrazo de su madre, el canto de los pájaros al atardecer. Cada tic-tac resonaba en su corazón como un eco de gratitud.

Edgar observaba desde su rincón oscuro. Sabía que su tiempo se agotaba. Pero esta vez, no sentía tristeza. Había encontrado a alguien que sabía apreciar cada segundo. Y eso, para él, era suficiente.

La tienda del relojero permaneció cerrada después de su partida. Pero los rumores decían que, en las noches más oscuras, se escuchaba un tic-tac solitario, como un eco de almas agradecidas.
© Benjamin Noir

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