...

7 views

Inmensidad
Caminaba cabizbaja y sin rumbo. Una mezcla de sentimientos me llenaba por completo, haciendo mis pasos lentos y pesados. Me sentía insegura, triste y derrotada, a la vez que enojada conmigo misma. Un peso gigante aplastaba mi ser y no estaba segura del porqué.

Últimamente, había pasado por tanto que me parecía que ya no podía más. Era como si en el espacio en que estaba mi corazón, ahora almacenara un montón de cristales rotos: lacerantes e incontables cristales, que me mantenían en un bucle infinito entre el dolor emocional y físico. Solo quería que todo acabara.

La aleatoriedad de mis pasos me llevó frente al mar. No a una playa de ensueño de esas que cualquiera elegiría como destino turístico, sino a un inmenso acantilado de furiosas olas grises. Me detuve justo en el borde. No iba a saltar; nunca fue ese mi objetivo. No obstante, sabía muy dentro de mí que era justo ese el lugar en el que necesitaba estar.

El viento salado y húmedo, que golpeaba violentamente mi rostro, hizo que cerrará con fuerza los ojos. Un soplo tras otro de aire fresco llenaron mis pulmones con lentitud. Sin esperarlo, mi respiración fue acoplándose al entorno y mis pulsaciones, hasta entonces desbocadas y salvajes,
se volvían cada vez más tranquilas.

El olor a mar me trajo paz. El dulce canto de las olas fue llevándose la rabia que sintiera hasta entonces, dejando en su lugar espacio para la reflexión. Instintivamente, extendí los brazos en un acto de entrega total, como cuando estás esperando a que un ser querido venga corriendo hacia ti.

Esta vez, fue el entendimiento quien se estrechó contra mi cuerpo.

Abrí los ojos al fin y, para mi sorpresa, lo que antes fuera una masa de agua oscura y arremolinada capaz de tragarse todo a su alrededor, se me antojaba ahora un mar tranquilo y sonriente. Parecía decirme: “Puedes con todo. No estás sola” y sus palabras me reconfortaron.

Las ideas comenzaban a acomodarse en mi mente, dándome la misma satisfacción que siente un niño pequeño que arma su primer rompecabezas por sí solo.

Comencé a captar con mayor claridad otros sonidos que me rodeaban. Podía escuchar a lo lejos inquietas gaviotas; sus chillidos indicando que defendían lo que era suyo me dio en qué pensar.
Justo eso necesitaba hacer yo; defender lo que era mío: mi autoestima, mi dignidad, mis ideales…
nadie lo haría por mí.

Gruesas lágrimas de alivio rodaban a esas alturas por mis mejillas. Me sentía feliz y agradecida de haber entendido tanto allí, frente al océano. Sabía de sobra que no era la misma persona que había llegado hacía un par de horas.

© Elizabeth Martiartu