...

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Palpitar
A cada paso
pretendemos librarnos de los abrazos
del tiempo. Imaginamos
su asfixiante risa
y callamos. De repente nos entra
un escalofrío de duda en las costillas
y las sienes. Lo pensamos
con su lengua en los balcones
de nuestra sangre.

Ah, el tiempo. El tiempo niega
el agua de las palabras. Puede ser
un pozo ciego
donde muere el prójimo
o el aroma poderoso
que nos abre la esperanza
o el mar que pica
con sus claves de espuma
nuestras luchas cotidianas.

En el tiempo se abren
todas las estaciones,
se percibe el trinar de las aves
y el hilvanar de la memoria.
Ciudades, mujeres,
hombres, árboles, bosques,
ríos, trenes que llevan en los rieles
un oasis trashumante.

Guardamos en la memoria
los meses
con su tejido de antigüedad
y ese verde del polen que sueña
en las colinas de la vida,
en la cintura de la espuma.

En la calle desafiamos el viento
y la selva de los puntos cardinales.
Trituramos la angustia de las alas,
escalamos territorios. Lanzamos la red
de nuestros pensamientos,
como relámpagos dementes,
hacia el río de las palabras que navegan
como esos barcos que recorren
las aguas de la nostalgia.

La luna, brilla deslumbrante,
entre las sabanas del norte. Nos sumergimos
en cada instante del tiempo: Ese espejo
fantástico
que nos revela
nos niega
o asedia
convirtiendo las tinieblas
en libélulas y hollín.

Somos pájaros,
astros,
oráculos de esa vida
que siempre abre balcones
al aguacero del temblor,
al delirio de los sueños. Y una palabra
nos desgarra:
La palabra Mundo.
Mundo sin afeitarse,
Mundo de la indiferencia,
Mundo diluyendo los años,
Mundo del relámpago,
Mundo que se hace noche
mientras la imagen de la ciudad
nos envilece
con sus pesadas piedras
y sus ratas moribundas.

Otra palabra, sin embargo,
viene a hospedarse entre los escombros:
es la palabra Poesía
que nos abre los ojos
aleteando tras las ventanas. Es como
el horizonte que nos aroma
con su lejanía, la mano
audible y amiga
que se abre en palpitantes destellos.

En el asombro del camino,
las campanas van goteando
minutos y segundos. El tiempo
no muere con nosotros
como no muere el crepúsculo
ni la sed
ni los caminos
ni la caverna
ni el insomnio. No duerme
en su aventura vigilante
y nos desnuda
nos atraganta con su aliento
y rebasa nuestras agonías.

El tiempo es una profunda sed
que estruja
el palpitar de la vida.

© Roberto R. Díaz Blanco