Los tres Jotas, el Faro y yo
"LOS TRES JOTAS, EL FARO Y YO"
Por Esperanza Renjifo
Una tarde tras la suave cortina de mis atardeceres —entre hojas danzantes en un as plateado de penumbras y espíritus— me surgieron muchas preguntas existenciales que terminaron navegando en mi cerebro como un dolor que se hizo ruidos hasta deslizarse por mi espalda haciéndose uno frente a ese puñado de hojas bailando. Y es que después de los sesenta años, sin hijos ni familiares cercanos vivos, uno debe buscar en sus pasiones olvidadas y engavetadas para darle sentido a la vida. Así es como encontré una de esas pasiones que me han traído hasta aquí a escribir. Y como eso involucra tratar de conseguir algo de inspiración, vine al faro.
Se trata de un viejo faro, uno que carga tras sí el peso de la historia de este pueblo ya olvidado.
Todo comenzó porque quise cambiar mis días tristes y agónicos por uno en el que pudiera sentirme vivo...
Los Tres jotas —Jhon, Javier y José— estaban sentados, descansando sus espaldas contra la pared posterior del taller instalado en la chatarrería y desguace de autos. Javier anotaba algunos datos y comentarios concernientes al último caso que habían investigado, José dormitaba disfrutando del sol de la tarde y Jhon leía el periódico. De pronto, preguntó:—¿Alguno de vosotros ha presenciado una subasta? José contestó que no, y Javier se contentó con mover la cabeza en señal negativa.—Tampoco yo he asistido nunca a una —dijo Jhon y prosiguió—. Aquí, en el periódico se anuncia que esta mañana se celebrará una subasta al pie del viejo faro. Van a ceder al mejor postor ciertos equipajes misteriosos procedentes de varios hoteles de la zona. Según dice aquí, se trata de varios baúles, cuyo contenido se desconoce. Y fueron abandonados por huéspedes que no pudieron pagar la cuenta o que sencillamente se olvidaron de recogerlos.
—Creo que sería interesante presenciar este tipo de subastas. —argumentó con curiosidad Javier.
—Efectivamente Javi, ¿tú que opinas José? —preguntó Jhon
—Creo que seria interesante presenciar una de esas subastas.—eso opino, dijo José.
—¿Por qué? Lo que es a mí, ninguna falta me hace una maleta repleta de ropa vieja —comentó Jhon.—A mi tampoco —rezongó Javier, añadiendo—. ¿Saben qué, podemos irnos a nadar un rato?
Pero Jhon insistió:—Seria una nueva experiencia y esto nunca está de más.... No cabe duda que ensancharía nuestro campo de investigación. Tengo entendido que la experiencia jamás es desdeñable. Voy a preguntarle al tío Jones si permite que Henry nos lleve en la camioneta hasta el faro.
Minutos más tarde, uno de los dos hermanos que trabajaban en el desguazadero, debía ir a la ciudad y, en consecuencia, una hora más tarde los muchachos se hallaban en una sala de grandes dimensiones, repleta de público curioso e interesado relativamente, contemplando la actuación del subastador. Era un tipo rechoncho que desde un entablado se esforzaba en vender, al mejor precio posible y con la mayor rapidez, un gran número de baúles y maletas que estaban apilados. En aquel momento intentaba animar las ofertas hacia una maleta de buen aspecto que tenía ante él, gritando incansablemente:—¿Nadie da más? ¡A la una.. ...! ¿Ninguna otra oferta? ¡A las dos...! ¿No hay otra oferta...? ¡A las tres! vendida a aquel señor de la corbata roja por cincuenta soles! —y, dando un golpe con su mazo, confirmaba la venta.
En tanto yo, muy decidido a escribir sobre el faro, aunque no era el mismo faro de mis recuerdos, el paisaje de su entorno se parecía, o al menos me parecía muy similar... Cuando pregunté por la dirección en el pueblo de pescadores, a algunas millas de aquí, entre muchas cosas hicieron hincapié en dejarme en claro que el faro estaba abandonado porque estaba maldito. Llevo tres días aquí y no ha sucedido nada, excepto la tormenta de anoche. Hoy el mar está sereno, despejado. Las gaviotas revolotean. El olor a mar llena mis pulmones como si tuviese una cápsula de oxígeno para mí solo. Siento que puedo vivir aquí lo que me resta de vida. Hasta ahora no había apreciado tanto la soledad. ¡Solo el mar y yo! Es una sensación fascinante. —Irrumpiendo mi quietud, unos excursionistas acaban de interrumpir mi momento mágico—.
Mientras tanto, un sonsonete iba repitiéndose en mis oídos desde la cercana distancia: ¡Adiós momento de introspección!
—¿Éste es el faro que dicen está embrujado? —un grupo de tres jóvenes se bajaron del Chevrolet—. Mirando hacia todos lados mirando por fuera el faro.
—Si es éste —dijo alguien.
—Pero la leyenda dice que si entras quedas atrapado en una especie de espacio neutro —Comentó otro muchacho, poniendo cara de misterio, tratando de asustar al resto.
—¡Que tontería!, es totalmente ridículo, vamos el último que entre es...
Por Esperanza Renjifo
Una tarde tras la suave cortina de mis atardeceres —entre hojas danzantes en un as plateado de penumbras y espíritus— me surgieron muchas preguntas existenciales que terminaron navegando en mi cerebro como un dolor que se hizo ruidos hasta deslizarse por mi espalda haciéndose uno frente a ese puñado de hojas bailando. Y es que después de los sesenta años, sin hijos ni familiares cercanos vivos, uno debe buscar en sus pasiones olvidadas y engavetadas para darle sentido a la vida. Así es como encontré una de esas pasiones que me han traído hasta aquí a escribir. Y como eso involucra tratar de conseguir algo de inspiración, vine al faro.
Se trata de un viejo faro, uno que carga tras sí el peso de la historia de este pueblo ya olvidado.
Todo comenzó porque quise cambiar mis días tristes y agónicos por uno en el que pudiera sentirme vivo...
Los Tres jotas —Jhon, Javier y José— estaban sentados, descansando sus espaldas contra la pared posterior del taller instalado en la chatarrería y desguace de autos. Javier anotaba algunos datos y comentarios concernientes al último caso que habían investigado, José dormitaba disfrutando del sol de la tarde y Jhon leía el periódico. De pronto, preguntó:—¿Alguno de vosotros ha presenciado una subasta? José contestó que no, y Javier se contentó con mover la cabeza en señal negativa.—Tampoco yo he asistido nunca a una —dijo Jhon y prosiguió—. Aquí, en el periódico se anuncia que esta mañana se celebrará una subasta al pie del viejo faro. Van a ceder al mejor postor ciertos equipajes misteriosos procedentes de varios hoteles de la zona. Según dice aquí, se trata de varios baúles, cuyo contenido se desconoce. Y fueron abandonados por huéspedes que no pudieron pagar la cuenta o que sencillamente se olvidaron de recogerlos.
—Creo que sería interesante presenciar este tipo de subastas. —argumentó con curiosidad Javier.
—Efectivamente Javi, ¿tú que opinas José? —preguntó Jhon
—Creo que seria interesante presenciar una de esas subastas.—eso opino, dijo José.
—¿Por qué? Lo que es a mí, ninguna falta me hace una maleta repleta de ropa vieja —comentó Jhon.—A mi tampoco —rezongó Javier, añadiendo—. ¿Saben qué, podemos irnos a nadar un rato?
Pero Jhon insistió:—Seria una nueva experiencia y esto nunca está de más.... No cabe duda que ensancharía nuestro campo de investigación. Tengo entendido que la experiencia jamás es desdeñable. Voy a preguntarle al tío Jones si permite que Henry nos lleve en la camioneta hasta el faro.
Minutos más tarde, uno de los dos hermanos que trabajaban en el desguazadero, debía ir a la ciudad y, en consecuencia, una hora más tarde los muchachos se hallaban en una sala de grandes dimensiones, repleta de público curioso e interesado relativamente, contemplando la actuación del subastador. Era un tipo rechoncho que desde un entablado se esforzaba en vender, al mejor precio posible y con la mayor rapidez, un gran número de baúles y maletas que estaban apilados. En aquel momento intentaba animar las ofertas hacia una maleta de buen aspecto que tenía ante él, gritando incansablemente:—¿Nadie da más? ¡A la una.. ...! ¿Ninguna otra oferta? ¡A las dos...! ¿No hay otra oferta...? ¡A las tres! vendida a aquel señor de la corbata roja por cincuenta soles! —y, dando un golpe con su mazo, confirmaba la venta.
En tanto yo, muy decidido a escribir sobre el faro, aunque no era el mismo faro de mis recuerdos, el paisaje de su entorno se parecía, o al menos me parecía muy similar... Cuando pregunté por la dirección en el pueblo de pescadores, a algunas millas de aquí, entre muchas cosas hicieron hincapié en dejarme en claro que el faro estaba abandonado porque estaba maldito. Llevo tres días aquí y no ha sucedido nada, excepto la tormenta de anoche. Hoy el mar está sereno, despejado. Las gaviotas revolotean. El olor a mar llena mis pulmones como si tuviese una cápsula de oxígeno para mí solo. Siento que puedo vivir aquí lo que me resta de vida. Hasta ahora no había apreciado tanto la soledad. ¡Solo el mar y yo! Es una sensación fascinante. —Irrumpiendo mi quietud, unos excursionistas acaban de interrumpir mi momento mágico—.
Mientras tanto, un sonsonete iba repitiéndose en mis oídos desde la cercana distancia: ¡Adiós momento de introspección!
—¿Éste es el faro que dicen está embrujado? —un grupo de tres jóvenes se bajaron del Chevrolet—. Mirando hacia todos lados mirando por fuera el faro.
—Si es éste —dijo alguien.
—Pero la leyenda dice que si entras quedas atrapado en una especie de espacio neutro —Comentó otro muchacho, poniendo cara de misterio, tratando de asustar al resto.
—¡Que tontería!, es totalmente ridículo, vamos el último que entre es...