No llames a Rebeca
–¿Qué me cuentas de Adolfo?, querido Horacio. No he sabido de su vida desde hace cinco años que se mudó de casa.
–¡Ah! Adolfo, sí. Supongo que te enteraste de su incidente.
–Te confieso, viejo amigo, que es primera vez que escucho relacionados el nombre de «Adolfo» con la palabra «incidente». Según recuerdo era al que mejor le iba de todos.
–Más que mejor. Hombre, que consiguió a trabajar en la gobernación sin tener que pagar piso.
–Sí, sí. Si mal no recuerdo tenía un alto cargo.
–Y era de los que no desaprovechaba los regalos que le ofrecía la vida. No por algo le iba tan bien. Aunque justo eso sería lo que le condujo a desaparecer sin dejar rastro.
–¿Cómo así?, Horacio.
–Hace cuatro años ya, cuando Adolfo todavía vivía en el barrio empecé a notar un comportamiento extraño en él. Por supuesto como buen amigo le increpé para que me compartiera si es que le aquejaba alguna molestia. Me daba la impresión de que andaba más preocupado que de costumbre. Incluso Roberta, mi hija, me había dicho que varias veces al llegar de fiesta y pasaba por casa de Adolfo a altas horas de la madrugada encontraba la casa con las luces encendidas y un par de veces logró oír unos extraños murmullos. Costumbre poco habitual en él era desvelarse. Haciendo uso de la razón supuse que estaría trabajando en algo o por fin habría encontrado una mujer que le hiciera compañía y que lo estaba manteniendo entretenido hasta tarde.
–¿Acaso tuvo problemas amorosos?
–Cuánto no hubiera deseado Adolfo que fuera así. Pero lo que ocurrió fue que, y esto me enteré de primera mano antes que decidiera viajar a quién sabe dónde, uno de esos días en los que la suerte le iba abriendo las puertas por donde él andaba, mientras salía del trabajo y se dirigía a su coche un extraño se le acercó en la calle. Ya conoces a Adolfo, un buen samaritano empedernido, se detuvo para conocer las intenciones del andrajoso desconocido, que según me comentó le vio bastante nervioso. La cuestión es que las intenciones del dichoso hombre no eran otras que entregarle un teléfono celular, casi nuevo.
–¡Vaya incidente! A ver qué día me toca. No soy muy avezada con la tecnología, pero nunca viene mal un regalito.
–Espera, Mary, que te cuento el resto. Ya dice el dicho: «Cuidado con lo que deseas». Luego de que el extraño le entregara el teléfono a nuestro amigo le dijo: «No llames a Rebeca».
–¿Rebeca?
–La misma inquietud quedó en la cabeza de Adolfo. El sujeto nervioso desapareció en un plis plas. Ya en casa Adolfo se dispuso a revisar el teléfono y para su sorpresa no tenía la pantalla de bloqueo activa, lo cual le permitió husmear todo el contenido sin tener que llevarlo a formatear. No se encontró con nada fuera de lo habitual. Entonces revisó la lista de contactos y efectivamente el número de la tal Rebeca que el extraño le dijo que no hablara estaba registrado y con un historial de llamadas bastante extenso, de hace como unos 7 u 8 meses.
–¿Una amante de aquel desconocido, tal vez?
–Hmmm… Para asegurarse de cumplir el pedido del extraño, Adolfo borró el número de la tal Rebeca. De ser una amante del extraño prefería evitarse líos. Nuestro amigo olvidó el asunto del teléfono por varias semanas. Lo había guardado en un cajón de su dormitorio, pero, cuando por curiosidad quiso volverlo a revisar para intentar de venderlo en Marketplace, lo encontró con la batería cargada al cien por ciento. En ese preciso momento le entró un mensaje al Whatsapp. Era la tal Rebeca. Era como si nunca hubiera borrado el contacto. El nombre aparecía en el encabezado de la pantalla de mensajes.
–¿Y qué decía?
–Sólo una palabra repetida varias veces: «Llámame».
–Extraño.
–Muy extraño. Para evitar la tentación Adolfo borró el chat con los mensajes y volvió a eliminar el contacto. Luego subió el artículo a Marketplace para ver si tenía la suerte de sacarle unos dólares. Sin embargo, al día siguiente de la publicación cuando entró a su cuenta para ver si había tenido algún alcance, la publicación había desaparecido. Y no solo eso. Nuevamente había recibido mensajes de Rebeca, como sin nunca hubiera borrado el contacto. Siempre el mismo mensaje: «Llámame».
–¡Dios Santo!
–Adolfo, que muy supersticioso no era, comenzó a dudar de su memoria. Entonces decidió hablarle a un amigo para que le ayudara a eliminar el contacto de manera permanente; Formateando el teléfono.
–No me digas que…
–Ya te lo habrás imaginado. Luego de dejar en blanco el aparato, volvieron a llegarle los mensajes de Rebeca. Harto del tema decidió botar el teléfono a la basura. Y entonces fue cuando Adolfo empezó a ponerse nervioso. Luego de dos días, al volver del trabajo el teléfono apareció en la puerta principal de su casa cubierto de lixiviados y oliendo a pescado muerto.
–Espera. Suena a una broma de mal gusto.
–Así lo creía Adolfo, pero el hecho que el teléfono no paraba de recibir mensajes cada quince minutos le empezó a comer la cabeza. Incluso llegó a destrozar el teléfono con un martillo y enterró las piezas en un baldío a las afueras de la ciudad. En vano fuero sus intentos para deshacerse de él. A los tres días apareció en su cocina a penas con una fisura en la pantalla y de nuevo los persistentes mensajes.
–¡Qué horror!
–Y no era para menos. Pero Adolfo ya estaba harto y decidió hacer lo que no debió.
–Acaso…
–Así es. Buscó el contacto de la susodicha Rebeca y realizó la llamada. El Adolfo que conocí de años no se parecía nada al Adolfo que conocí luego de ello. Incluso mientras me contaba la historia sus ojos parecían haber cambiado, como si hubieran envejecido cinco años.
–Pero, ¿qué pasó en la llamada?
–Eso es algo de lo que no quiso hablar con nadie, lastimosamente. Pero creo que es mejor así. Sólo él sabe que maldición o desventura hubiera desatado de revelarnos de qué se trataba. Sólo me dijo que era algo que ninguna persona en su sano juicio debería escuchar. Y que la única solución para eso que estuvo a punto de desatar era llevar ese teléfono a un lugar lejano del que se abstuvo de hacerme conocer. «Es mejor que nadie sepa dónde voy, Horacio», me dijo. «Hay cosas que la tecnología está ayudando a potenciar y es mejor que nadie esté en contacto de eso de lo que fui víctima sin querer».
© J.Lu Antelo
–¡Ah! Adolfo, sí. Supongo que te enteraste de su incidente.
–Te confieso, viejo amigo, que es primera vez que escucho relacionados el nombre de «Adolfo» con la palabra «incidente». Según recuerdo era al que mejor le iba de todos.
–Más que mejor. Hombre, que consiguió a trabajar en la gobernación sin tener que pagar piso.
–Sí, sí. Si mal no recuerdo tenía un alto cargo.
–Y era de los que no desaprovechaba los regalos que le ofrecía la vida. No por algo le iba tan bien. Aunque justo eso sería lo que le condujo a desaparecer sin dejar rastro.
–¿Cómo así?, Horacio.
–Hace cuatro años ya, cuando Adolfo todavía vivía en el barrio empecé a notar un comportamiento extraño en él. Por supuesto como buen amigo le increpé para que me compartiera si es que le aquejaba alguna molestia. Me daba la impresión de que andaba más preocupado que de costumbre. Incluso Roberta, mi hija, me había dicho que varias veces al llegar de fiesta y pasaba por casa de Adolfo a altas horas de la madrugada encontraba la casa con las luces encendidas y un par de veces logró oír unos extraños murmullos. Costumbre poco habitual en él era desvelarse. Haciendo uso de la razón supuse que estaría trabajando en algo o por fin habría encontrado una mujer que le hiciera compañía y que lo estaba manteniendo entretenido hasta tarde.
–¿Acaso tuvo problemas amorosos?
–Cuánto no hubiera deseado Adolfo que fuera así. Pero lo que ocurrió fue que, y esto me enteré de primera mano antes que decidiera viajar a quién sabe dónde, uno de esos días en los que la suerte le iba abriendo las puertas por donde él andaba, mientras salía del trabajo y se dirigía a su coche un extraño se le acercó en la calle. Ya conoces a Adolfo, un buen samaritano empedernido, se detuvo para conocer las intenciones del andrajoso desconocido, que según me comentó le vio bastante nervioso. La cuestión es que las intenciones del dichoso hombre no eran otras que entregarle un teléfono celular, casi nuevo.
–¡Vaya incidente! A ver qué día me toca. No soy muy avezada con la tecnología, pero nunca viene mal un regalito.
–Espera, Mary, que te cuento el resto. Ya dice el dicho: «Cuidado con lo que deseas». Luego de que el extraño le entregara el teléfono a nuestro amigo le dijo: «No llames a Rebeca».
–¿Rebeca?
–La misma inquietud quedó en la cabeza de Adolfo. El sujeto nervioso desapareció en un plis plas. Ya en casa Adolfo se dispuso a revisar el teléfono y para su sorpresa no tenía la pantalla de bloqueo activa, lo cual le permitió husmear todo el contenido sin tener que llevarlo a formatear. No se encontró con nada fuera de lo habitual. Entonces revisó la lista de contactos y efectivamente el número de la tal Rebeca que el extraño le dijo que no hablara estaba registrado y con un historial de llamadas bastante extenso, de hace como unos 7 u 8 meses.
–¿Una amante de aquel desconocido, tal vez?
–Hmmm… Para asegurarse de cumplir el pedido del extraño, Adolfo borró el número de la tal Rebeca. De ser una amante del extraño prefería evitarse líos. Nuestro amigo olvidó el asunto del teléfono por varias semanas. Lo había guardado en un cajón de su dormitorio, pero, cuando por curiosidad quiso volverlo a revisar para intentar de venderlo en Marketplace, lo encontró con la batería cargada al cien por ciento. En ese preciso momento le entró un mensaje al Whatsapp. Era la tal Rebeca. Era como si nunca hubiera borrado el contacto. El nombre aparecía en el encabezado de la pantalla de mensajes.
–¿Y qué decía?
–Sólo una palabra repetida varias veces: «Llámame».
–Extraño.
–Muy extraño. Para evitar la tentación Adolfo borró el chat con los mensajes y volvió a eliminar el contacto. Luego subió el artículo a Marketplace para ver si tenía la suerte de sacarle unos dólares. Sin embargo, al día siguiente de la publicación cuando entró a su cuenta para ver si había tenido algún alcance, la publicación había desaparecido. Y no solo eso. Nuevamente había recibido mensajes de Rebeca, como sin nunca hubiera borrado el contacto. Siempre el mismo mensaje: «Llámame».
–¡Dios Santo!
–Adolfo, que muy supersticioso no era, comenzó a dudar de su memoria. Entonces decidió hablarle a un amigo para que le ayudara a eliminar el contacto de manera permanente; Formateando el teléfono.
–No me digas que…
–Ya te lo habrás imaginado. Luego de dejar en blanco el aparato, volvieron a llegarle los mensajes de Rebeca. Harto del tema decidió botar el teléfono a la basura. Y entonces fue cuando Adolfo empezó a ponerse nervioso. Luego de dos días, al volver del trabajo el teléfono apareció en la puerta principal de su casa cubierto de lixiviados y oliendo a pescado muerto.
–Espera. Suena a una broma de mal gusto.
–Así lo creía Adolfo, pero el hecho que el teléfono no paraba de recibir mensajes cada quince minutos le empezó a comer la cabeza. Incluso llegó a destrozar el teléfono con un martillo y enterró las piezas en un baldío a las afueras de la ciudad. En vano fuero sus intentos para deshacerse de él. A los tres días apareció en su cocina a penas con una fisura en la pantalla y de nuevo los persistentes mensajes.
–¡Qué horror!
–Y no era para menos. Pero Adolfo ya estaba harto y decidió hacer lo que no debió.
–Acaso…
–Así es. Buscó el contacto de la susodicha Rebeca y realizó la llamada. El Adolfo que conocí de años no se parecía nada al Adolfo que conocí luego de ello. Incluso mientras me contaba la historia sus ojos parecían haber cambiado, como si hubieran envejecido cinco años.
–Pero, ¿qué pasó en la llamada?
–Eso es algo de lo que no quiso hablar con nadie, lastimosamente. Pero creo que es mejor así. Sólo él sabe que maldición o desventura hubiera desatado de revelarnos de qué se trataba. Sólo me dijo que era algo que ninguna persona en su sano juicio debería escuchar. Y que la única solución para eso que estuvo a punto de desatar era llevar ese teléfono a un lugar lejano del que se abstuvo de hacerme conocer. «Es mejor que nadie sepa dónde voy, Horacio», me dijo. «Hay cosas que la tecnología está ayudando a potenciar y es mejor que nadie esté en contacto de eso de lo que fui víctima sin querer».
© J.Lu Antelo