Sumergiéndose
Este cuento lo escribí para un concurso, lamentablemente no quedé seleccionada así que lo comparto acá para que lo lean.
Caminando por las calles de tierra, los pasos que da hacen un ruido particular: tap, tap, tap.
Los zapatos se hunden lentamente en el barro, salpicando pequeñas gotas en los charcos cercanos, y la punta de la falda se mancha con un color amarronado, como cuando de niña saltaba en la tierra mojada con sus hermanas.
Una canasta se halla en su mano, y se escucha tararear una melodía desconocida mientras se balancea.
Mientras camina, a sus alrededores puede observar las casas de sus vecinos y sus veredas llenas de ese pasto verde y hojas anaranjadas en las que tanto le gusta acostarse y en las que tanto le gusta pasar sus tardes.
Nota que su sombrero se quiere despegar de su cabello debido al viento de otoño, así que lo sujeta con su mano libre, prohibiendo que este vuele y le pase lo que le pasó la semana pasada. En aquella ocasión, en un descuido su sombrero se voló y se unió con el viento, permitiendo que este se sumerja entre las brisas ocasionalmente frías del otoño y se desintegre, para luego convertirse lentamente en una ave del mismo color, de esas que cantan por las mañanas, con la misma cotidianidad que había cuando regaba las flores del frente de su casa o cuando preparaba por la mañana el desayuno para su familia.
En cuestión de minutos, se desvía de la ruta principal con cautela y el paisaje cambia. Ya no divisa los hogares de sus vecinos, sino árboles y pasto, mucho pasto. A través de este paisaje verdoso y sus hojas igual de verdes, los rayos del sol de la mañana atraviesan todo obstáculo que pudieran encontrar y se posan sobre su rostro, su delicado y jóven rostro, el cual tiene una expresión de sosiego.
Puede ver aquél lugar, el único lugar que se encuentra en el punto exacto entre la vida y la no vida, entre la realidad y lo imaginativo, entre lo cotidiano y lo etéreo.
Aquél arroyo...
Caminando por las calles de tierra, los pasos que da hacen un ruido particular: tap, tap, tap.
Los zapatos se hunden lentamente en el barro, salpicando pequeñas gotas en los charcos cercanos, y la punta de la falda se mancha con un color amarronado, como cuando de niña saltaba en la tierra mojada con sus hermanas.
Una canasta se halla en su mano, y se escucha tararear una melodía desconocida mientras se balancea.
Mientras camina, a sus alrededores puede observar las casas de sus vecinos y sus veredas llenas de ese pasto verde y hojas anaranjadas en las que tanto le gusta acostarse y en las que tanto le gusta pasar sus tardes.
Nota que su sombrero se quiere despegar de su cabello debido al viento de otoño, así que lo sujeta con su mano libre, prohibiendo que este vuele y le pase lo que le pasó la semana pasada. En aquella ocasión, en un descuido su sombrero se voló y se unió con el viento, permitiendo que este se sumerja entre las brisas ocasionalmente frías del otoño y se desintegre, para luego convertirse lentamente en una ave del mismo color, de esas que cantan por las mañanas, con la misma cotidianidad que había cuando regaba las flores del frente de su casa o cuando preparaba por la mañana el desayuno para su familia.
En cuestión de minutos, se desvía de la ruta principal con cautela y el paisaje cambia. Ya no divisa los hogares de sus vecinos, sino árboles y pasto, mucho pasto. A través de este paisaje verdoso y sus hojas igual de verdes, los rayos del sol de la mañana atraviesan todo obstáculo que pudieran encontrar y se posan sobre su rostro, su delicado y jóven rostro, el cual tiene una expresión de sosiego.
Puede ver aquél lugar, el único lugar que se encuentra en el punto exacto entre la vida y la no vida, entre la realidad y lo imaginativo, entre lo cotidiano y lo etéreo.
Aquél arroyo...