lágrimas en la lluvia
La lluvia comenzó a caer cuando las palabras de él chocaron contra su pecho como una tormenta que no sabía cómo había comenzado. Él, con esa expresión amable pero distante, le dijo que se casaba, que había encontrado al amor de su vida, y ella no supo cómo reaccionar. No podía creerlo. No después de todo lo que había sentido, de todo lo que había callado.
—No… no puedes ser tan cruel —musitó, su voz quebrada por el dolor. En ese momento, la lluvia pareció volverse más fuerte, como si el cielo se hubiera puesto de acuerdo con su sufrimiento.
Él la miraba con esos ojos de siempre, los mismos que nunca la vieron como algo más que una amiga. Su corazón se rompió en mil pedazos, pero lo que más la destruía era la calidez de su voz, esa que nunca pudo haber sido para ella.
Ella dio un paso atrás, y en su rostro, una expresión de tristeza tan profunda que ni la lluvia podía ocultar. Ya no podía seguir guardando todo lo que sentía. Necesitaba decirle, aunque fuera una vez, todo lo que llevaba años dentro. No lo podía cargar más.
—Te amé tanto —susurró, con los labios temblorosos, mirando el suelo mientras las lágrimas se mezclaban con la lluvia. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta ahí, frente a él, diciéndole las palabras que siempre había guardado—. Durante cinco años, todo lo que hice fue quererte. Te amé sin que tú lo supieras, sin que tú lo sintieras. Y cada vez que te veía con alguna de tus novias, me moría un poco más por dentro, pero nunca te lo dije. No podía… no podía ser tan egoísta.
Dio otro paso atrás, su cuerpo temblaba, y las palabras seguían saliendo como un torrente que no podía controlar.
—Lo intenté, ¿sabes? Intenté olvidarte, dejar ir lo que sentía, porque veía que tú solo me veías como una amiga. Pero no pude. No pude porque siempre… siempre te amé. Y ahora, al verte allí, con ella, con el amor de tu vida, siento que me están clavando mil cuchillos en el pecho, uno por cada vez que me vi sonriendo mientras por dentro me rompía.
Se detuvo, su respiración entrecortada. Él dio un paso hacia ella, pero ella lo esquivó, como si no quisiera que la tocara, como si no quisiera que su dolor fuera un consuelo.
—Nunca me lo dijiste, nunca lo supe. Pero tal vez yo siempre lo supe… que nunca seríamos más que amigos. Tal vez fue mi corazón el que no quiso escuchar, el que no quiso aceptar que yo… no era suficiente para ti. Pero no te culpo. No te culpo, porque lo que siento es mío, y no es tu culpa que yo haya sido tan tonta, tan ciega, tan aferrada a algo que nunca pude tener.
La lluvia seguía cayendo, y ella, entre sollozos ahogados, luchaba por respirar. Cada palabra que salía de su boca era un trozo más de su corazón que se rompía. No lo culpaba a él. No podía. Sabía que él no podía hacer nada. Simplemente no la veía de esa forma, y ella lo sabía. Pero no podía evitarlo, no podía evitar el dolor de saber que jamás podría ser lo que él necesitaba.
Se quedó ahí, parada bajo la lluvia, los ojos hinchados de tanto llorar, las manos temblorosas, y él, a su lado, sin saber qué hacer, sin saber cómo consolarla. Las palabras se quedaron atoradas en su garganta, como si al intentar decir algo más solo empeorara las cosas. No podía decirle que sentía lo mismo. No podía mentirle.
—Lo siento —musitó él, finalmente, sin saber cómo seguir. No sabía cómo hacer que el dolor se detuviera, no sabía cómo aliviar la herida que ella llevaba dentro. Pero, al menos, intentaba consolarla, aunque supiera que nada de lo que dijera podría calmar su corazón roto.
Ella asintió débilmente, sin mirar su rostro, y las lágrimas siguieron cayendo. Sabía que nada cambiaría. Sabía que, por mucho que lo deseara, él nunca sería suyo. Ya había tomado su decisión.
Pasaron los meses, y aunque ella lo intentó, la herida nunca sanó por completo. Cuando la invitó a la boda, ella aceptó por compromiso, porque sabía que no podía faltar. Pero en su corazón, se sentía como una extraña, como una sombra que no encajaba en la felicidad que veía a su alrededor.
El día de la boda, ella fue una dama de honor. Intentó sonreír, pero la sonrisa nunca llegó a ser genuina. Las lágrimas amenazaban con caer, pero las retenía, porque no podía mostrar su dolor. No quería que nadie la viera romperse. Sonrió a medias, con los ojos llenos de tristeza, observando cómo él, el hombre que había amado durante tanto tiempo, prometía su vida a otra.
Cuando la ceremonia terminó, ella no fue a la fiesta. Nadie supo por qué. No dejó una carta, no dijo adiós. Solo se fue. Se marchó a otro país, en busca de algo que la ayudara a olvidar. Tal vez era lo único que podía hacer. Alejarse, desaparecer, para dejar de sentir ese dolor tan profundo.
Porque a veces, el amor no se olvida. Solo se guarda. Y, tal vez, en algún lugar lejano, ella aprendería a vivir sin él. Pero por ahora, solo le quedaba caminar lejos, sin mirar atrás, mientras el dolor de lo que nunca fue se desvanecía en la distancia.
© Mimi
—No… no puedes ser tan cruel —musitó, su voz quebrada por el dolor. En ese momento, la lluvia pareció volverse más fuerte, como si el cielo se hubiera puesto de acuerdo con su sufrimiento.
Él la miraba con esos ojos de siempre, los mismos que nunca la vieron como algo más que una amiga. Su corazón se rompió en mil pedazos, pero lo que más la destruía era la calidez de su voz, esa que nunca pudo haber sido para ella.
Ella dio un paso atrás, y en su rostro, una expresión de tristeza tan profunda que ni la lluvia podía ocultar. Ya no podía seguir guardando todo lo que sentía. Necesitaba decirle, aunque fuera una vez, todo lo que llevaba años dentro. No lo podía cargar más.
—Te amé tanto —susurró, con los labios temblorosos, mirando el suelo mientras las lágrimas se mezclaban con la lluvia. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta ahí, frente a él, diciéndole las palabras que siempre había guardado—. Durante cinco años, todo lo que hice fue quererte. Te amé sin que tú lo supieras, sin que tú lo sintieras. Y cada vez que te veía con alguna de tus novias, me moría un poco más por dentro, pero nunca te lo dije. No podía… no podía ser tan egoísta.
Dio otro paso atrás, su cuerpo temblaba, y las palabras seguían saliendo como un torrente que no podía controlar.
—Lo intenté, ¿sabes? Intenté olvidarte, dejar ir lo que sentía, porque veía que tú solo me veías como una amiga. Pero no pude. No pude porque siempre… siempre te amé. Y ahora, al verte allí, con ella, con el amor de tu vida, siento que me están clavando mil cuchillos en el pecho, uno por cada vez que me vi sonriendo mientras por dentro me rompía.
Se detuvo, su respiración entrecortada. Él dio un paso hacia ella, pero ella lo esquivó, como si no quisiera que la tocara, como si no quisiera que su dolor fuera un consuelo.
—Nunca me lo dijiste, nunca lo supe. Pero tal vez yo siempre lo supe… que nunca seríamos más que amigos. Tal vez fue mi corazón el que no quiso escuchar, el que no quiso aceptar que yo… no era suficiente para ti. Pero no te culpo. No te culpo, porque lo que siento es mío, y no es tu culpa que yo haya sido tan tonta, tan ciega, tan aferrada a algo que nunca pude tener.
La lluvia seguía cayendo, y ella, entre sollozos ahogados, luchaba por respirar. Cada palabra que salía de su boca era un trozo más de su corazón que se rompía. No lo culpaba a él. No podía. Sabía que él no podía hacer nada. Simplemente no la veía de esa forma, y ella lo sabía. Pero no podía evitarlo, no podía evitar el dolor de saber que jamás podría ser lo que él necesitaba.
Se quedó ahí, parada bajo la lluvia, los ojos hinchados de tanto llorar, las manos temblorosas, y él, a su lado, sin saber qué hacer, sin saber cómo consolarla. Las palabras se quedaron atoradas en su garganta, como si al intentar decir algo más solo empeorara las cosas. No podía decirle que sentía lo mismo. No podía mentirle.
—Lo siento —musitó él, finalmente, sin saber cómo seguir. No sabía cómo hacer que el dolor se detuviera, no sabía cómo aliviar la herida que ella llevaba dentro. Pero, al menos, intentaba consolarla, aunque supiera que nada de lo que dijera podría calmar su corazón roto.
Ella asintió débilmente, sin mirar su rostro, y las lágrimas siguieron cayendo. Sabía que nada cambiaría. Sabía que, por mucho que lo deseara, él nunca sería suyo. Ya había tomado su decisión.
Pasaron los meses, y aunque ella lo intentó, la herida nunca sanó por completo. Cuando la invitó a la boda, ella aceptó por compromiso, porque sabía que no podía faltar. Pero en su corazón, se sentía como una extraña, como una sombra que no encajaba en la felicidad que veía a su alrededor.
El día de la boda, ella fue una dama de honor. Intentó sonreír, pero la sonrisa nunca llegó a ser genuina. Las lágrimas amenazaban con caer, pero las retenía, porque no podía mostrar su dolor. No quería que nadie la viera romperse. Sonrió a medias, con los ojos llenos de tristeza, observando cómo él, el hombre que había amado durante tanto tiempo, prometía su vida a otra.
Cuando la ceremonia terminó, ella no fue a la fiesta. Nadie supo por qué. No dejó una carta, no dijo adiós. Solo se fue. Se marchó a otro país, en busca de algo que la ayudara a olvidar. Tal vez era lo único que podía hacer. Alejarse, desaparecer, para dejar de sentir ese dolor tan profundo.
Porque a veces, el amor no se olvida. Solo se guarda. Y, tal vez, en algún lugar lejano, ella aprendería a vivir sin él. Pero por ahora, solo le quedaba caminar lejos, sin mirar atrás, mientras el dolor de lo que nunca fue se desvanecía en la distancia.
© Mimi