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Parte II: El Abismo de la Mente
Los días siguientes al accidente se desvanecieron en una bruma de dolor y confusión para Marcos. Sus recuerdos se mezclaban con pesadillas, y la realidad se desdibujaba a cada momento. Lo único claro en su mente era el rostro de Valeria, su dulce Valeria, atrapada en esos últimos instantes. Los ojos de ella, abiertos y aterrados, lo perseguían en cada sombra, en cada esquina de su habitación. Por más que quisiera borrar aquella imagen, no podía escapar del eco de su mirada, de ese último rastro de vida que había dejado en él una marca imborrable.

La obsesión de Marcos creció como una enredadera venenosa, envolviéndolo en una espiral de locura. Se negaba a aceptar lo que había sucedido, a reconocer que Valeria se había ido para siempre. En su mente, ella seguía viva, su presencia aún palpable en cada rincón de la casa que compartían. Hablaba con ella, imaginando sus respuestas, recreando sus risas y caricias en un intento desesperado por mantenerla cerca.

Una noche, al borde del colapso, Marcos comenzó a oír susurros. Al principio, los atribuyó a su mente perturbada, a la culpa que lo carcomía desde el interior. Pero los susurros persistieron, creciendo en intensidad, hasta que se convirtieron en una voz clara, la voz de Valeria, llamándolo desde las profundidades de su locura.

—Marcos... —decía la voz, llena de una angustia que le helaba la sangre—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me dejaste sola?

Marcos, temblando, se levantó de la cama. La voz lo guiaba, como un canto macabro, hasta el lugar donde la había enterrado, en un rincón apartado del bosque donde solían pasar sus tardes juntos. El suelo estaba aún fresco, la tierra removida marcaba la tumba improvisada de Valeria. Pero, en su estado demente, Marcos la veía de pie junto a él, su figura etérea y pálida como la luna que brillaba sobre ellos.

—Perdóname... —murmuró Marcos, con los ojos llenos de lágrimas, extendiendo una mano hacia ella, pero sin atreverse a tocarla—. No quería hacerte daño... No sabía lo que hacía...

Valeria, o la sombra de lo que alguna vez fue, lo miraba en silencio, sus ojos sin vida brillando con una luz espectral. Marcos se arrodilló frente a la tumba, con las manos hundidas en la tierra, como si al desenterrar su cuerpo pudiera recuperar algo de su cordura, como si pudiera revivirla de alguna forma. Pero al escarbar, lo único que encontró fueron sus propios miedos y culpas, que lo aprisionaban en un ciclo interminable de horror.

Los días se convirtieron en semanas, y Marcos se aisló por completo del mundo exterior. Dejó de comer, de dormir, de cuidar de sí mismo. Solo existía para Valeria, para esa versión distorsionada de ella que su mente había creado, una criatura de su propia desesperación.

Pero no fue hasta que una nueva sombra entró en su vida que la verdadera oscuridad mostró su rostro. Una tarde, mientras vagaba por las calles desiertas de la ciudad, sus ojos se encontraron con los de una joven que, por un instante, le pareció ser Valeria. Era una ilusión, un reflejo cruel de su mente torturada, pero para Marcos, fue suficiente para prender una nueva llama en su corazón apagado.

La joven, ajena a la tormenta interna de Marcos, le sonrió de manera inocente mientras pasaba a su lado. Pero esa sonrisa despertó en él un torrente de emociones que no pudo controlar. Era como si Valeria hubiese vuelto, como si el destino le ofreciera una segunda oportunidad para corregir su error, para volver a amar... y destruir.

Marcos comenzó a seguirla, no por malicia, sino por una necesidad incontrolable de cerciorarse de que era real, de que Valeria no lo había abandonado. Día tras día, la observaba desde la distancia, estudiando cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras. La joven, con su cabello oscuro y ojos verdes, era diferente de Valeria en muchos aspectos, pero había algo en su mirada, algo en la manera en que se movía, que le recordaba a ella. Y eso fue suficiente para que su obsesión se desbordara.

Pronto, la simple observación no fue suficiente. Marcos comenzó a acercarse, a hablar con ella, a intentar entrar en su vida de una manera que le parecía natural, pero que, en realidad, estaba teñida de una locura latente. Ella, amable y desprevenida, no sospechaba nada, y su calidez solo alimentaba la ilusión de Marcos, quien empezó a verla como un nuevo objeto de su amor perturbado.

Pero en el fondo de su mente, Marcos sabía que la historia no terminaría bien. Sabía que, como Valeria, esta joven también estaba destinada a ser devorada por la oscuridad de su alma. Y cuanto más la conocía, cuanto más se enamoraba de su fragilidad, más crecía en él el deseo de poseerla completamente, de hacerla suya... y luego, destruirla, para que nunca pudiera abandonarlo, para que nunca pudiera causarle el dolor que Valeria le había causado.

Los límites entre amor y odio, entre deseo y repulsión, comenzaron a desdibujarse en la mente de Marcos. El día fatídico no tardó en llegar.

La había invitado a su casa, bajo el pretexto de mostrarle algunas obras de arte que había coleccionado. Ella aceptó con una sonrisa, completamente ajena a las intenciones macabras que se gestaban en el interior de su anfitrión. Marcos la observaba mientras se movía por la sala, su figura etérea y elegante, como si cada gesto fuera un eco del amor perdido. No podía soportar la idea de que ella, también, algún día lo dejara. Debía evitarlo, a toda costa.

Con manos temblorosas, Marcos preparó una bebida, añadiendo discretamente un sedante que aseguraría su docilidad. La joven bebió sin sospechar nada, y minutos después, comenzó a sentirse mareada. Marcos la ayudó a recostarse en el sofá, su voz suave y tranquilizadora, como la de un amante preocupado. Pero en sus ojos, una tormenta oscura rugía, un odio mezclado con un amor tan profundo que lo desgarraba por dentro.

Cuando la joven perdió el conocimiento, Marcos se permitió llorar. Lágrimas silenciosas corrían por su rostro mientras miraba su forma inmóvil. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era imperdonable, que no había vuelta atrás, pero en su mente fracturada, era la única manera de mantenerla a salvo, de evitar que sufriera el mismo destino que Valeria.

Tomó un cuchillo de la cocina, su reflejo distorsionado en la hoja le devolvió la mirada de un hombre que ya no era él mismo. Se arrodilló junto a ella, y por un instante, vaciló. La amaba, y la odiaba por ello. Quería abrazarla, y destruirla al mismo tiempo. El cuchillo temblaba en su mano, mientras luchaba contra la última pizca de humanidad que quedaba en su alma.

Finalmente, el odio venció. Con un grito desgarrador, Marcos hundió el cuchillo en su pecho. La carne cedió bajo la presión, y la sangre brotó en un torrente caliente, empapando sus manos. Pero no se detuvo ahí. Llorando, riendo, gritando, comenzó a cortar, a destrozar el cuerpo que tanto había deseado, como si con cada tajo pudiera liberar el dolor que lo consumía.

El sonido de la carne rasgada y los huesos quebrándose llenó la habitación, mientras Marcos se entregaba a una furia incontrolable. Sus lágrimas se mezclaban con la sangre, mientras su mente se desmoronaba por completo. A medida que su obra macabra llegaba a su fin, el cuerpo de la joven quedó reducido a un amasijo de carne y huesos irreconocibles, igual que Valeria. Pero sus ojos, esos ojos que lo habían mirado con amor, seguían abiertos, fijos en él, como si lo condenaran en silencio.

Agotado, Marcos cayó de rodillas en medio del charco de sangre. La habitación, ahora teñida de rojo, era un reflejo de su alma: rota, irreparable, y consumida por una oscuridad que ya no podía controlar.

Pero no hubo alivio. La misma sensación de vacío que lo había atormentado con Valeria volvió a instalarse en su pecho. No había salvación, no había redención. Solo el abismo, profundo e interminable, que lo arrastraba cada vez más hacia la locura.

Y en el fondo de su mente, una voz susurraba, burlona y cruel, recordándole que nunca podría escapar de lo que había hecho, que su amor, como un veneno, lo consumiría hasta que no quedara nada más que el monstruo que él mismo había creado.
© @poemasagridulces