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El Último Amanecer
En las vastas ruinas de lo que una vez fue la próspera ciudad de Galdurheim, los rayos del último amanecer luchaban por penetrar el perpetuo manto de nubes negras. A sus pies, las calles yacen en un silencio mortal, salvo por el crujir de los escombros bajo los pasos de Aric, un soldado desgastado por innumerables batallas en una guerra sin fin.

Aric, con su armadura abollada y su capa hecha jirones, arrastraba su espada, dejando un surco en el suelo envenenado por la corrupción. La ciudad, antaño bulliciosa con la risa de los niños y el ajetreo del comercio, ahora solo albergaba ecos de desesperación y la presencia constante de la muerte.

Cada paso que daba Aric era un recordatorio de sus pérdidas: amigos caídos, ideales desmoronados y la última chispa de esperanza que se desvanecía con el crepúsculo de la humanidad. La guerra contra los Desoladores había consumido todo lo hermoso del mundo, dejando solo ruina y cenizas.

Mientras avanzaba, la figura de una niña apareció entre los escombros. Su rostro, inexpresivo y sus ojos, vacíos de vida, observaban a Aric. Era una sombra, un recuerdo de las muchas almas que había fallado en salvar. Con cada visión que se materializaba ante él, el peso de su culpa crecía, aplastando lo poco que quedaba de su espíritu quebrado.

Al llegar al corazón de lo que fue la plaza central, Aric se detuvo. Frente a él se erguía el esqueleto de un gran reloj, su carátula detenida en el momento exacto en que el mundo había cambiado para siempre. Con un suspiro que parecía llevarse los últimos fragmentos de su voluntad, dejó caer su espada, resonando con un eco sordo contra el suelo agrietado.

El último amanecer se desvaneció, y con él, la última luz de...