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El abrazo de la muerte
En el laberinto de frías losas y paredes de azulejos desgastados, donde la muerte danzaba con cada paso, trabajaba Damián, un forense joven pero curtido por la macabra cotidianidad de su oficio. Su vida transcurría en soledad, encerrado en la penumbra de la morgue, donde los cuerpos inertes eran su única compañía. Con el tiempo, había llegado a ver la muerte no como un final, sino como una compañera fiel, una sombra que susurraba en cada rincón.

Aquella noche, mientras la ciudad dormía bajo el abrigo de una neblina espesa, Damián recibió un nuevo cuerpo. Al destapar la camilla, su corazón dio un vuelco, sintiendo un frío que se filtró hasta lo más profundo de su alma. Ante él yacía una joven de belleza sobrecogedora, su rostro sereno en la muerte, con labios que parecían aún rojos y llenos de vida, y un cabello que caía en cascada sobre sus hombros como un río de oscuridad. Sus ojos, aunque cerrados, parecían mirarlo, juzgándolo, atrayéndolo hacia un abismo del que no podría escapar.

Damián quedó paralizado. Nunca antes había sentido algo así por un cuerpo sin vida. Pero aquella joven era diferente. La quietud de su rostro le habló, en un lenguaje antiguo, un lenguaje que solo los desesperados podían entender. Sin saber cómo ni por qué, comenzó a visitarla noche tras noche, dedicándole palabras suaves, versos que jamás hubiera imaginado pronunciar.

“¿Cómo es que la muerte te ha reclamado tan temprano?”, susurraba Damián, sus ojos clavados en los labios inmóviles de la joven. “Eres un poema interrumpido, una canción sin final…”. Cada noche, su obsesión crecía, su amor se volvía más voraz, más insaciable. Era un amor que nacía del dolor y la desesperanza, que se alimentaba de la distancia insalvable entre la vida y la muerte.

Sin embargo, conforme el vínculo crecía, la morgue comenzó a transformarse. Las sombras se alargaban y susurraban su nombre, susurros que venían de la oscuridad, palabras que resonaban con un eco hueco, cargadas de promesas rotas y desdicha eterna. Damián comenzaba a escuchar la voz de la joven en su mente, una voz suave y triste, que parecía provenir del fondo de la tierra, donde los muertos susurran sus secretos más oscuros.

“Ven a mí, Damián…”, susurraba la voz, llenando su mente de un deseo febril, “no me dejes sola en esta oscuridad sin fin...”.

El forense se encontraba atrapado en un delirio. Ya no dormía, ya no comía, su vida era la espera angustiosa de la siguiente noche, cuando podría estar junto a ella. Empezó a sentir que la vida ya no tenía sentido si no podía unir su existencia a la de aquella joven que, aun en la muerte, parecía estar más viva que él mismo.

Una madrugada, Damián tomó la decisión. Se dirigió a la morgue con el pulso acelerado y la mente nublada. Llevaba en su mano un bisturí, el instrumento de su profesión, que esa noche se convertiría en la llave hacia un destino sellado. Cuando llegó junto al cuerpo, la voz se hizo más clara, más apremiante.

“Te necesito, Damián... No temas al frío de la muerte, porque solo allí podremos estar juntos para siempre...”

Damián, con el rostro bañado en lágrimas, se arrodilló junto a la camilla, contemplando el rostro inmaculado de su amada. “Si es en la muerte donde podemos estar juntos,” dijo con la voz quebrada, “entonces, que sea la muerte la que nos una…”

Con un gesto tembloroso, colocó el bisturí sobre su pecho. La piel se abrió con un crujido sordo, y el dolor fue inmediato, pero Damián lo aceptó como una ofrenda, un sacrificio para alcanzar a su amor en el más allá. Sin embargo, antes de que la oscuridad lo reclamara por completo, sintió que algo cambiaba.

Los ojos de la joven, aquellos ojos que hasta ese momento habían estado cerrados, se abrieron de golpe. No eran los ojos de una mujer en paz, sino pozos de oscuridad, abismos llenos de un odio ancestral, una furia que no conocía límites. La boca de la joven se torció en una sonrisa macabra, y su voz, que antes lo había seducido, ahora resonaba como un trueno en su cabeza.

“¿Creíste que el amor podía superar a la muerte, Damián?”, susurró la voz con un tono que ya no era dulce, sino gélido y cruel. “La muerte no es el fin, es el principio… y tú serás mi prisionero, por toda la eternidad.”

La figura de la joven se incorporó lentamente, sus movimientos rígidos y antinaturales, como si la vida que le había sido arrebatada volviera a llenarla, pero de una manera perversa. Se acercó a Damián, y cuando sus manos heladas tocaron su rostro, él sintió cómo su alma era arrancada, absorbida por aquella presencia que había confundido con amor.

Damián intentó gritar, pero su voz se ahogó en su garganta. El frío lo consumía, y en sus últimos momentos, comprendió que no había sido su amor lo que lo había llevado hasta allí, sino una trampa mortal, un lazo que la muerte había tejido con delicada precisión.

A la mañana siguiente, encontraron su cuerpo en la morgue, junto a la camilla vacía. Los ojos de Damián estaban abiertos, congelados en una expresión de horror indescriptible. Pero lo más extraño, lo que ningún médico pudo explicar, fue que su corazón no estaba en su pecho, sino en las manos de aquella joven, que yacía en la oscuridad, con una sonrisa sádica en sus labios, satisfecha con su última víctima.

Y desde entonces, en las noches más frías, en los rincones oscuros de la morgue, aún se escuchan susurros, promesas de amor eterno que arrastran a los vivos hacia el abismo, donde la muerte aguarda con los brazos abiertos y un corazón recién robado.
© @poemasagridulces