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La belleza del mundo.
Le acariciaba el pelo tiñéndome las manos de rojo o de azul, según el color de tinte ordinario que llevara ese día. Su cuerpo terso, que seguramente creció en la pobreza, asediado por caricias lascivas, rezumaba un perfume empalagoso que apenas ocultaba el olor a lecho de enfermo que tenían las sábanas. Por unos pocos billetes me dejaba entrar a su cama. A mí, que cruzaba tugurios y bajaba calles empinadas, eufórico, borracho de deseo, al encuentro de ese simulacro del amor, de sus caricias torpes que me extrañaban por venir de alguien que vive del sexo vendido, de su dulzura venal. Cuando dormía en mí el animal ya saciado, le escuchaba sinceramente. Me hablaba de sus sueños siempre truncos, de la ausencia de su madre, de sus visitas dominicales a su padre preso; me hablaba de sus dudas sobre la autenticidad de mi paciencia al escucharla o de mis caricias en su pelo, de si no serían síntomas de una soledad muy prolongada, o de una vida igual de dañada a la suya, pero tímida y agazapada como un cangrejo bajo las piedras, amenazado por un mundo de una belleza palmaria, pero que oscuramente duele.


© Mauricio Arias correa