El legado de los años bisiestos
El padre Macías tenía un sermón especial para esta fecha. Cada año bisiesto, para el veintinueve de febrero, su homilía difería notoriamente de sus discursos habituales. Muy aparte de hablar sobre las Escrituras hacía especial incapie en realizar ayunos prolongados y mantenerse en oración, de ser posible, cada tres horas, y tocaba temas que rayaban en supersticiones paganas sobre criaturas ajenas a la demonología Católica más que sustentarse en las canónicas leyes eclesiásticas. Sus palabras retumbaban desde el púlpito hasta la calle en la que se aglutinaban más feligreses que de costumbre.
Los aldeanos de Puerto Castaña, un pequeño poblado situado al noroeste de San Jacinto cruzando el puente que atraviesa el río Tuguy, eran conocidos por una ferviente devoción, sobre todo a su patrono San Benedicto, y una exacerbada cultura supersticiosa que sería la envidia de los clérigos que cegaron la vida de las brujas de Sálem. Y tal era la creencia en que el cariz de esta fecha era de tan malos presagios que las parejas no tenían relaciones sexuales en los meses de junio y julio para evitar nacimientos a finales de febrero. Pero aquellos desafortunados que nacían esta fecha que, afortunadamente no eran muchos, solían ser vistos como gente con quienes se debía socializar con mesura. Era un secreto a voces que la marginalidad que sufrían estos individuos era producto de aquel corrosivo marco epistemologico en el que se encuadraban las costumbres de esa región. Uno de esos desdichados era Leónidas Anzoategui, hijo de una costurera y de padre desconocido.
La madre de Leónidas llegó al pueblo una lluviosa tarde de marzo con un niño en brazos. La, en ese entonces joven, señora Anzoategui no levantó ningún tipo de habladurías por parte de la supersticiosa comunidad hasta que meses después de su llegada decidiera inscribirse a ella y a su niño en el registro civil. Desde ese entonces fue la comidilla del los lugareños. Un par de jóvenes mozos que intentaron cortejarla al enterarse de que era divorciada dejaron de frecuentarla luego de que se corriera la voz. El pequeño Leónidas había nacido el veintinueve de febrero de ese mismo año.
Es así como el pequeño Leónidas y su madre vivieron una vida relativamente tranquila en Puerto Castaña, aunque a merced de algunos chismes despectivos de algunas viejas sin oficio. Con el pasar de los años las personas fueron perdiéndole el temor al pequeño y su madre, quien con su labor de costurera logró salir adelante mas no sin la etiqueta local de mujer extraña, ya que evitaba acercarse a la parroquia del pueblo y siempre llevaba unos collares y pulseras con unos grabados desconocidos por la arqueología moderna.
Las estaciones pasaban y el pequeño Leónidas se iba convirtiendo en un hombre. Para el tiempo en que había cumplido su mayoría de edad ya había logrado entablar una relación con una jovencita que respondía al nombre de Nelly, unos cuantos meses menor que él, cuyo cumpleaños estaba cerca y como regalo le había pedido a Leónidas llevar un paso más allá su intimidad. Fue entonces que, con la excusa de ir de campamento con...
Los aldeanos de Puerto Castaña, un pequeño poblado situado al noroeste de San Jacinto cruzando el puente que atraviesa el río Tuguy, eran conocidos por una ferviente devoción, sobre todo a su patrono San Benedicto, y una exacerbada cultura supersticiosa que sería la envidia de los clérigos que cegaron la vida de las brujas de Sálem. Y tal era la creencia en que el cariz de esta fecha era de tan malos presagios que las parejas no tenían relaciones sexuales en los meses de junio y julio para evitar nacimientos a finales de febrero. Pero aquellos desafortunados que nacían esta fecha que, afortunadamente no eran muchos, solían ser vistos como gente con quienes se debía socializar con mesura. Era un secreto a voces que la marginalidad que sufrían estos individuos era producto de aquel corrosivo marco epistemologico en el que se encuadraban las costumbres de esa región. Uno de esos desdichados era Leónidas Anzoategui, hijo de una costurera y de padre desconocido.
La madre de Leónidas llegó al pueblo una lluviosa tarde de marzo con un niño en brazos. La, en ese entonces joven, señora Anzoategui no levantó ningún tipo de habladurías por parte de la supersticiosa comunidad hasta que meses después de su llegada decidiera inscribirse a ella y a su niño en el registro civil. Desde ese entonces fue la comidilla del los lugareños. Un par de jóvenes mozos que intentaron cortejarla al enterarse de que era divorciada dejaron de frecuentarla luego de que se corriera la voz. El pequeño Leónidas había nacido el veintinueve de febrero de ese mismo año.
Es así como el pequeño Leónidas y su madre vivieron una vida relativamente tranquila en Puerto Castaña, aunque a merced de algunos chismes despectivos de algunas viejas sin oficio. Con el pasar de los años las personas fueron perdiéndole el temor al pequeño y su madre, quien con su labor de costurera logró salir adelante mas no sin la etiqueta local de mujer extraña, ya que evitaba acercarse a la parroquia del pueblo y siempre llevaba unos collares y pulseras con unos grabados desconocidos por la arqueología moderna.
Las estaciones pasaban y el pequeño Leónidas se iba convirtiendo en un hombre. Para el tiempo en que había cumplido su mayoría de edad ya había logrado entablar una relación con una jovencita que respondía al nombre de Nelly, unos cuantos meses menor que él, cuyo cumpleaños estaba cerca y como regalo le había pedido a Leónidas llevar un paso más allá su intimidad. Fue entonces que, con la excusa de ir de campamento con...