Sortilegio Oscuro
La luz amarillenta de las antorchas iluminaban con debilidad el vacío perenne de la habitación. La arena milenaria abundaba en el piso, techo y en esas paredes talladas de jeroglíficos egipcios con tanta belleza artística describiendo algún ritual de un sacrifico humano. El aire débil y seco dificultaba la oxigenación de mi cuerpo, aumentando la claustrofobia que una cámara funeraria, a 80 metros bajo la superficie, puede provocar la locura hasta de las mentes inmutables.
El peso del arma que empuñaba a mi diestra me dificultaba la puntería a aquella figura que con mis gritos de amenaza conseguí que se detuviera dando final a la persecución. Lentamente aquella forma humana que me daba la espalda levantaba ambos brazos al mismo tiempo, pero me percaté de inmediato que no era con la intención de rendirse si no más bien para hacer una alabanza. Podía escuchar cómo desde su diafragma producía sonidos guturales ininteligibles que sondeaba cada rincón del recinto. Utilicé la mano izquierda para ayudar a empuñar mejor el arma y precisar la puntería. Aquel cuerpo se percató de mi movimiento y giró su cabeza lentamente hacia mi dirección, pude ver con horror cómo sus ojos estaban totalmente blanquecidos, sin ningún rastro del iris. Era la mirada de una persona poseída.
Nunca imaginé que el abrir aquella carta que encontramos en las escaleras de la casa, para realizar una expedición a Egipto e investigar el sortilegio definitivo del libro de los muertos, fuera la mayor equivocación de mi vida. Nos habíamos aventurado con mi grupo de expedición en la búsqueda del sortilegio 193, aquel que nunca se encontró de todos los papiros que componen el libro de los muertos, el que se decía que otorgaba a los vivos los 192 poderes que los difuntos podían llevar consigo durante el viaje para enfrentar la justicia de Osiris y ganarse la gloria de convertirse en un reinvindicado, en un dios.
Eramos un grupo de 5 personas, Lucía, una exploradora de la universidad de Oxford; Cristina, una arqueóloga famosa egresada de Harvard; Ronald, un militar retirado; mi esposa, una filóloga catedrática y yo, el empresario con hambre de grandeza. Pero al encontrar el papiro en este acabado palacio bajo tierra, ella lo leyó e interpretó su significado. Y a partir de ahí todo se fue al carajo. Empezó a musitar muy rápido los 192 sortilegios hasta que los nombró todos, observé cómo alzaba los brazos en alabanza extrayendo el alma de los tres compañeros que la rodeaban y se dió a la fuga con el propósito de leer el último sortilegio y obtener el poder de un dios. Busqué entre el ropaje del cadaver de Ronald la pistola para desenfundarla y seguirla en una persecución que a cada paso que daba iba desgarrando mi alma.
Y ahora estaba en esa habitación oscura, con una débil iluminación, con la peste de los cadáveres momificados en todas partes y que el pasar de los milenios había hecho estragos en esta arquitectura que antes se podría describir como un palacio subterráneo. Inhalé un poco más de aire para concentrar mi puntería cuando de repente le escucho musitar egipcio antiguo. Todo el lugar empezaba a temblar levemente, la arena se sacudía y bajaba de las grietas de las paredes y techos. Algunas inscripciones jeroglíficas se deterioraban debido a la cantidad de años que tienen desde que fueron talladas en las paredes. Reconocía esas palabras, ese sortilegio del libro de los muertos que otorgaba el poder de controlar todo lo que está alrededor.
Mi juicio se nubló al observar cómo aquella figura se le extendían las piernas y los brazos, otorgándole mayor altura. Su nariz y boca adoptaban la forma de un hocico canino y le crecían unas orejas puntiagudas. Se estaba transformando en un sirviente del dios Anubis, en un mortal obteniendo los poderes de un dios.
Disparé y sentí el retroceso de la pistola, noté una ráfaga de luz incandescente proveniente del cañón eliminando durante unos micro segundos cualquier sombra dentro del recinto. Pude observar cómo el casquillo de la bala salía por la cámara del arma mientras que el cuerpo que tenía en frente caía inerte sobre el suelo.
Rápidamente me había dado cuenta de todo lo que había hecho: quise tener fama y prestigio al hacer el mayor descubrimiento del antiguo Egipto, pero perseguí y asesiné a una persona, y no era cualquier persona, era el amor de mi vida.
Sabía cómo acabaría, lo que tenía que hacer. Y ahora está ahí, desfigurada por aquella transformación, sin vida a causa de la bala que entró en su corazón. He perdido a mi gran amor, he perdido mi razón de existir, he perdido a María.
© Oscar Adrián Díaz
El peso del arma que empuñaba a mi diestra me dificultaba la puntería a aquella figura que con mis gritos de amenaza conseguí que se detuviera dando final a la persecución. Lentamente aquella forma humana que me daba la espalda levantaba ambos brazos al mismo tiempo, pero me percaté de inmediato que no era con la intención de rendirse si no más bien para hacer una alabanza. Podía escuchar cómo desde su diafragma producía sonidos guturales ininteligibles que sondeaba cada rincón del recinto. Utilicé la mano izquierda para ayudar a empuñar mejor el arma y precisar la puntería. Aquel cuerpo se percató de mi movimiento y giró su cabeza lentamente hacia mi dirección, pude ver con horror cómo sus ojos estaban totalmente blanquecidos, sin ningún rastro del iris. Era la mirada de una persona poseída.
Nunca imaginé que el abrir aquella carta que encontramos en las escaleras de la casa, para realizar una expedición a Egipto e investigar el sortilegio definitivo del libro de los muertos, fuera la mayor equivocación de mi vida. Nos habíamos aventurado con mi grupo de expedición en la búsqueda del sortilegio 193, aquel que nunca se encontró de todos los papiros que componen el libro de los muertos, el que se decía que otorgaba a los vivos los 192 poderes que los difuntos podían llevar consigo durante el viaje para enfrentar la justicia de Osiris y ganarse la gloria de convertirse en un reinvindicado, en un dios.
Eramos un grupo de 5 personas, Lucía, una exploradora de la universidad de Oxford; Cristina, una arqueóloga famosa egresada de Harvard; Ronald, un militar retirado; mi esposa, una filóloga catedrática y yo, el empresario con hambre de grandeza. Pero al encontrar el papiro en este acabado palacio bajo tierra, ella lo leyó e interpretó su significado. Y a partir de ahí todo se fue al carajo. Empezó a musitar muy rápido los 192 sortilegios hasta que los nombró todos, observé cómo alzaba los brazos en alabanza extrayendo el alma de los tres compañeros que la rodeaban y se dió a la fuga con el propósito de leer el último sortilegio y obtener el poder de un dios. Busqué entre el ropaje del cadaver de Ronald la pistola para desenfundarla y seguirla en una persecución que a cada paso que daba iba desgarrando mi alma.
Y ahora estaba en esa habitación oscura, con una débil iluminación, con la peste de los cadáveres momificados en todas partes y que el pasar de los milenios había hecho estragos en esta arquitectura que antes se podría describir como un palacio subterráneo. Inhalé un poco más de aire para concentrar mi puntería cuando de repente le escucho musitar egipcio antiguo. Todo el lugar empezaba a temblar levemente, la arena se sacudía y bajaba de las grietas de las paredes y techos. Algunas inscripciones jeroglíficas se deterioraban debido a la cantidad de años que tienen desde que fueron talladas en las paredes. Reconocía esas palabras, ese sortilegio del libro de los muertos que otorgaba el poder de controlar todo lo que está alrededor.
Mi juicio se nubló al observar cómo aquella figura se le extendían las piernas y los brazos, otorgándole mayor altura. Su nariz y boca adoptaban la forma de un hocico canino y le crecían unas orejas puntiagudas. Se estaba transformando en un sirviente del dios Anubis, en un mortal obteniendo los poderes de un dios.
Disparé y sentí el retroceso de la pistola, noté una ráfaga de luz incandescente proveniente del cañón eliminando durante unos micro segundos cualquier sombra dentro del recinto. Pude observar cómo el casquillo de la bala salía por la cámara del arma mientras que el cuerpo que tenía en frente caía inerte sobre el suelo.
Rápidamente me había dado cuenta de todo lo que había hecho: quise tener fama y prestigio al hacer el mayor descubrimiento del antiguo Egipto, pero perseguí y asesiné a una persona, y no era cualquier persona, era el amor de mi vida.
Sabía cómo acabaría, lo que tenía que hacer. Y ahora está ahí, desfigurada por aquella transformación, sin vida a causa de la bala que entró en su corazón. He perdido a mi gran amor, he perdido mi razón de existir, he perdido a María.
© Oscar Adrián Díaz