Estúpida cinefilia
El estridente pitido de la alarma nos cogió por sorpresa. No es que no la esperáramos, en fin, sabíamos que tenía que sonar, estimular las esperanzas de los cuatro parroquianos asustados que jugaban al póker una vez que el viejo Paco bajaba la roñosa verja pintarrajeada y todo eso. El problema es que sonó antes de tiempo y nos pusimos bastante nerviosos. Como poco sirvió de catalizador, aunque no sé muy bien de qué.
Aunque solíamos disfrutar dándonos ínfulas de mafiosos ( Veíamos demasiado cine. Reservoir dogs era de nuestras favoritas, junto a Chinatown o, cómo no, la saga de El padrino ) la triste realidad de barrio obrero castigado por el desempleo se reflejaba con avergonzante claridad en nuestros chándales de mercadillo, las zapatillas de tenis raídas y el viejísimo renault de tercera o cuarta mano que, mal que bien, renqueaba por las empinadas cuestas de la ciudad gracias a las piezas de recambio que mangábamos a un conocido que regenta un desgüace en las afueras.
En fin, como iba diciendo, los aires de gangster de arrabal nos habían empujado, apenas unos días antes, a comprar un par de pistolas ( Dos viejas star megastar deslucidas, recuerdo y despojo de una vieja guerra que nunca fue para nosotros más que historieta y anécdota de abuelo ) a un hombretón trajeado con un audi que quita el hipo. Las llevaba en el maletero junto a un vistoso maletín de piel. La verdad es que me acojonó bastante, el tipo ese.
Como no, varias noches antes del día D, como estúpidamente lo bautizamos, cogimos un par de trajes de corte muy humilde directamente del escaparate del sastre, allí junto a la tienda de los indúes. Nos los pusimos la noche del «estreno» y tras emborrachamos con una botella de Jack Daniel’s que mi compañero se sacó sabe Dios de dónde, nos envalentonamos con la ebria hombría de los perdedores armados y elegantes y nos tambaleamos, con el semblante duro, hasta la puerta del bar.
Ahora que puedo verlo en perspectiva, nuestro plan era una soberana gilipollez. Atracar un bar de barrio a punta de pistola, a lo spaguetti western pero con corbata, y huir hasta un pequeño pueblo del sur, a resguardo entre dos colinas desde las que se veía el mar, en el que mi amigo había pasado un verano de » cervecitas y tías buenas » como solía decir. 《Allí solo hay sol y chicas, muchacho》. Me llamaba muchacho aunque yo soy un año mayor que él. Aquello me cabreaba bastante.
El caso es que nos autoconvencimos de nuestra genialidad y nos pasamos varios días recreándonos en ella, adelantando acontecimientos como si el azar y el miedo se fueran a hacer elegantemente a un lado para dejarnos el camino libre. Vaya par de payasos.
Pese a la insistencia de mi colega, me negué a llamarle señor naranja porque me daba un poco de vergüenza. Decidimos que yo sería Tyson y él Holyfield. No es que fuéramos especialmente originales, pero nos parecieron unos alias capaces de posicionarnos en el podium. Primeras páginas de los diarios y todas esas chorradas. Obviamente lo del bar sería el principio de una historia a la altura de Bonnie and Clyde. Vaya ilusos.
Temblábamos como flanes cuando nos paramos frente al bar. La borrachera se había disipado llevándose con ella el valor y la determinación. Pese a los trajes y las pistolas, ante nuestros ojos volvieron a aparecer los dos sencillos chicos de barrio, viejos conocidos en las colas del paro.
No recuerdo cuanto tiempo estuvimos allí, viéndonos el uno al otro en unos ojos húmedos y temblorosos. Desde dentro del local salían, a intervalos bastante regulares, los ruidos de vasos y de golpes en la mesa. Las voces las amortiguaba la voz de Silvio Rodriguez, que sonaba eterno a través del equipo estéreo. En ese momento preciso decía eso de 《ojala las paredes no retengan tu ruido de camino cansado
ojala que el deseo se valla tras de ti
a tu viejo gobierno de difuntos y flores》.
– Bueno qué ¿ Vamos al lío ?
– Vamos allá – contesté con voz trémula pero llevando la diestra a la culata de la star.
Todo lo que pasó a continuación es una confusión de manchas, sombras y sonidos que trataré de ordenar aquí.
En cuanto cruzamos la puerta, Holyfield apuntó con su arma a los que jugaban mientras que yo, barriendo con el brazo extendido la inmensidad del local, gritaba palabras que no consigo recordar. Estábamos tan nerviosos que ni siquiera caímos en la cuenta de que no se veía al viejo Paco por ningún sitio.
Mientras mi compañero se dedicaba a recojer las escasas pertenencias de los pobres pensionistas de la mesa de juego y yo, con la mente embarullada por la adrenalina, entraba en la barra para apoderarme de la recaudación que en nuestra imaginación siempre había sumado un par de miles, la alarma comenzó a sonar. Aún en este momento, cuando lo recuerdo, siento la náusea de la tristeza.
La alarma nos cogió por sorpresa y nos quedamos los dos allí plantados, él con la cara vuelta al pequeño artefacto por el que salía aquella molesta sirena, yo mirando absorto lo irónico del destino. Lo de la caja apenas sumaba doscientos. No pude ni reaccionar. Me quedé allí plantado, con los ojos anegados con todas las lágrimas acumuladas durante los años de mi propia pobreza. Suspiré con algo parecido a la resignación. En un instante todo se había venido abajo. Los trajes, las armas, Bonnie and Clide, la playa…todo era basura otra vez.
Tanto había caído mi determinación, que no me percaté de la aparición del tabernero hasta que un disparo de escopeta llenó de postas el costado derecho de mi amigo. Me agaché a tiempo para que la carga del segundo cartucho se estampase ruidosamente en los estantes de licores sobre mi cabeza. El baño de alcohol me despejó un poco las ideas, lo suficiente como para ponerme a disparar como un loco mientras salía corriendo, arrastrando a mi ensangrentado compañero, que apenas se tenía en pie. Todavía me pregunto cómo pude meterlo en el asiento trasero del coche.
Enfilé a toda velocidad la carretera general y pude tomar un desvío secundario cuando ya veía, a través de los retrovisores, los primeros destellos azules de los coches policiales.
Holyfield repetía una y otra vez que tenía miedo, que no le dejase solo. Todos esos lloriqueos de moribundo.
– La poli suele fijarse en los coches llenos de sangre – Bromeé, tratando de descargar un poco de tensión.
Entendió la referencia a Pulp fiction, otro de nuestros fetiches, y me sonrió a través de su desigual dentadura llena de sangre. Al poco comenzó a desvariar y yo rompí a llorar. Conducía tan deprisa, tan asustado y desorientado que volví a olvidarme del azar, que en ese momento creyó oportuno poner un puto ciervo en nuestro camino. Desde el hocico iluminado del asustado animal y la cama del hospital, todo son vueltas, ramas y fogonazos azules y amarillos.
Me desperté esposado. Me dolía todo el cuerpo una barbaridad y desde entonces no veo por un ojo. No sé nada de mi compañero, ni de Paco ni de los viejos que jugaban a las cartas. Supongo que apenas me recupere lo suficiente, entraré a la cárcel, pero bueno, los años y los errores son los mejores maestros, y qué coño, la playa seguirá allí, esperándome como hasta ahora. Aprovecharé el encierro para dejar un poco de lado mi estúpida cinefilia.