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Parte III: El Último Susurro del Abismo
El sol había dejado de salir en la vida de Marcos. Cada día se parecía al anterior, una repetición interminable de horas vacías, pesadillas que se filtraban en su realidad, y el recuerdo imborrable de los actos atroces que había cometido. La sangre derramada, la carne destrozada, y los ojos de aquellas que alguna vez había amado, ahora lo acechaban en cada rincón de su mente. No había paz, no había descanso. Solo un tormento perpetuo que lo corroía desde dentro.

Pero la locura no había terminado de consumirlo. Aún quedaba un resquicio de su antigua humanidad, una parte de él que se resistía a rendirse por completo al abismo que lo había engullido. Esa parte de Marcos, aunque diminuta, luchaba desesperadamente por encontrar una salida, una manera de poner fin a su sufrimiento.

Fue en medio de esta desesperación que una nueva idea comenzó a formarse en su mente. Si no podía escapar de la culpa, si no podía redimirse por las vidas que había arrebatado, tal vez la única manera de encontrar paz era aceptar su destino. Pero antes de hacerlo, necesitaba confrontar la raíz de su locura, la chispa que había encendido el fuego de su demencia: Valeria.

Marcos sabía que tenía que volver al lugar donde todo había comenzado. El bosque que había sido testigo de su amor y de su descenso a la oscuridad lo llamaba, como un eco distante que no podía ignorar. Sin pensarlo dos veces, recogió las pocas pertenencias que aún le importaban y emprendió el camino hacia el bosque.

El trayecto estuvo marcado por un silencio inquietante. Los árboles, antes verdes y llenos de vida, ahora parecían sombras espectrales que se cernían sobre él, como si estuvieran al tanto de los horrores que había perpetrado. El aire estaba cargado de una quietud malsana, una sensación de que el mismo bosque lo rechazaba, lo condenaba. Sin embargo, Marcos continuó, impulsado por una fuerza que no entendía del todo.

Cuando llegó al claro donde había enterrado a Valeria, el aire se volvió más frío, y una sensación de vacío lo invadió. La tumba improvisada seguía allí, cubierta de maleza, como si el tiempo hubiera tratado de borrar su existencia. Pero Marcos sabía que el tiempo no podría borrar lo que había hecho, ni el vínculo que aún lo ataba a Valeria.

Se arrodilló ante la tumba, sus manos temblorosas comenzaron a escarbar en la tierra, como si con ello pudiera desenterrar algo más que los restos de su amada. Cada puñado de tierra que arrojaba a un lado lo acercaba más al momento de la verdad, al enfrentamiento final con sus demonios.

Al poco tiempo, sus manos encontraron la madera húmeda y podrida del ataúd improvisado. Con un esfuerzo sobrehumano, logró abrirlo, revelando el cuerpo descompuesto de Valeria. El hedor a muerte lo golpeó con una fuerza brutal, pero no apartó la vista. Sus ojos se clavaron en el cadáver de Valeria, o lo que quedaba de ella.

El cuerpo había comenzado a descomponerse, la piel se había vuelto cetrina, los huesos asomaban por entre la carne putrefacta. Pero lo que más lo perturbó fue ver sus ojos, aquellos ojos que lo habían amado, ahora vacíos, fijos en la nada, pero que en su mente seguían observándolo, juzgándolo. El llanto silencioso de Marcos rompió el silencio del bosque, mientras una mezcla de horror y amor lo atravesaba.

—Lo siento... —murmuró, su voz apenas un susurro entrecortado—. Perdóname por lo que te hice... No sabía cómo detenerme... No sabía cómo seguir sin ti...

Pero su arrepentimiento llegó demasiado tarde. La misma oscuridad que había envenenado su corazón seguía ahí, susurrándole que no habría redención, que su único escape era seguir descendiendo en el abismo que había creado. Y así, en un impulso de desesperación, Marcos hizo lo impensable.

Tomó el cuchillo que había traído consigo, el mismo que había usado para destruir la vida de la joven que lo había amado, y con lágrimas en los ojos, comenzó a cortar el cadáver de Valeria. Era un acto grotesco, un intento desesperado de exorcizar su culpa, de arrancar el amor y la muerte de su alma. Cortó y cortó, cada tajo un grito de agonía que resonaba en su mente. La carne putrefacta se deshacía bajo la hoja, los huesos crujían, y la sangre vieja y oscura manchaba sus manos, pero no encontró alivio.

Cuando finalmente terminó, el cuerpo de Valeria era irreconocible, una masa informe de carne y hueso. Marcos, cubierto de sudor y sangre, cayó de rodillas, mirando lo que había hecho con una mezcla de repulsión y alivio. Su mente, en ese momento, se partió en dos, dejando un vacío insondable donde antes había estado su amor.

El bosque, como si respondiera a su locura, comenzó a susurrar. Los árboles crujían, las hojas susurraban su condena. Y entonces, Marcos escuchó una risa suave, una risa que le heló la sangre en las venas. Levantó la vista, y ahí, en medio de las sombras, vio a Valeria.

Era una visión, un espectro formado por su mente rota, pero para Marcos, era tan real como el dolor que sentía. Ella lo miraba, con esos ojos vacíos que aún brillaban con una luz espectral, su sonrisa torcida en una mueca de tristeza y burla.

—Nunca podrás escapar de mí... —susurró la voz de Valeria, llena de una dulzura aterradora—. Siempre estaré contigo, en cada rincón oscuro de tu alma...

Marcos gritó, un grito desgarrador que resonó en todo el bosque. Se levantó de un salto y comenzó a correr, alejándose del claro, de la tumba profanada, de la visión que lo perseguía. Corrió sin rumbo, tropezando, cayendo, levantándose, mientras la risa de Valeria resonaba en sus oídos, cada vez más fuerte, cada vez más cerca.

Finalmente, llegó al borde de un precipicio. El abismo se extendía ante él, oscuro y sin fondo, un reflejo de su propia alma. Sin detenerse a pensar, Marcos se arrojó al vacío, esperando que la oscuridad lo reclamara, que el final de su vida fuera el final de su tormento.

Pero mientras caía, mientras el viento aullaba a su alrededor y la oscuridad lo engullía, escuchó el último susurro de Valeria, suave y malicioso, como un beso de despedida.

—Nos veremos pronto, mi amor...

Y entonces, todo se volvió negro.

© @poemasagridulces