STAY
Estabas en la orilla del océano, donde moría el último río en la marea. El cielo rosa del oeste acariciaba tu cabello suelto, con su tibio aliento te enviaba un beso. Ondeaba en la brisa de sal tu blanco vestido de verano. La fatiga había detenido tus pasos. En ese momento, supiste que yo estaba en camino. Estabas en pie, frente a mí. El blanco que flotaba a tu alrededor languidecía y se escapaba conforme bajaba el Sol. Un gris mortecino se cernía sobre ti, esperando como un buitre. Tu cuerpo estaba cansado, y a cada segundo, más menudo.
Me mirabas en silencio. Intensos violetas y carmines en tu mirada perforaban la gris mortaja del crepúsculo, una última bengala de auxilio. De todo lo que en una eternidad había visto, tu mirada era lo más inmenso que jamás hube contemplado. Habías visto mil años en uno solo. Desbordaban de tus ojos los colores de toda una vida. Pero en aquel momento te diste cuenta de que no era suficiente.
Liberabas tiernas lágrimas, la impotencia trazaba brillantes caminos en tus mejillas. Aferrabas el vestido entre tus dedos, tratando en vano de retener cada instante perdido, cada segundo derramado sin sentido a lo largo del camino. Llorabas ahora todo el temor que no habías sufrido antes, conforme el final del interminable reguero de tus huellas se hacía más y más nítido ante tus ojos.
Intentaste retroceder cuando mi mano se extendió hacia ti, invitándote a tomarla. Escuchabas la llamada, pero no querías venir.
"Por favor. Solo un día más."
Pero ya no había dónde ir. La luz se desvanecía del aire, el mundo nos dejaba solos. El reloj devoraba impasible los últimos granos de arena. Ya no había dónde ir. Y tú ya no podías más. Y, en el fondo, lo sabías. La verdad caía sobre ti como cae la helada sobre el frágil cirio blanco.
Tus dedos temblorosos se cerraron en torno a mi mano, dura, delgada y angulosa. Estaba muy fría, te estremeciste. Como acariciar una estatua de mármol. Sin vida. Tus dedos se entumecían, la piel se quedaba dormida. Dejabas de sentirla. El pánico arrancó un lamento de tus labios. Te derrumbaste de rodillas. Pero no me soltabas.
Me arrodillé junto a ti. Querías llorar, pero todas las lágrimas se habían agotado. Solo mirabas el infinito, allá donde había estado la línea entre el mar y el cielo. Todo se había ido. En la vasta oscuridad, solo quedábamos tú y yo. No quedaba nada que perder. Una gran carga se liberó de tus hombros. Y con ella, se fue todo el miedo. Solo quedaba un inmenso cansancio. Exhalaste un último suspiro, apenas audible en medio de la nada. Y cerraste los ojos. Los refulgentes colores de tu mirada quedaron enmudecidos.
Te contemplé un instante, en medio de aquel silencio. Eras una persona muy bella, de todas las formas en las que una persona puede ser bella. En mi pecho de piedra se estremeció una honda tristeza. Te abracé. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Al fin, aceptabas mi abrazo. Y con tu cuerpo, menudo y frágil como una flor de jazmín, me lo devolvías.
E ibas perdiendo el calor. Te quedabas dormida. Te sostuve con el amor de una madre, mientras sentía en mis huesos que tu pecho cada vez se expandía un poco menos. Hasta que supe que te habías ido. Tu corazón se había quedado mudo.
Entonces te liberé de mi abrazo. Te disolviste en el vacío como tinta en el agua. Hacia el universo. Así acababa tu historia. Aguardé allí unos segundos en silencio, contemplando el aire en el que te habías desvanecido. Mi trabajo había terminado. Me marché.
Solo un eco del resplandor irisado de tu mirada sobrevivió a la nada, cristalizado para siempre en mi memoria.
© La Octava Pléyade
Me mirabas en silencio. Intensos violetas y carmines en tu mirada perforaban la gris mortaja del crepúsculo, una última bengala de auxilio. De todo lo que en una eternidad había visto, tu mirada era lo más inmenso que jamás hube contemplado. Habías visto mil años en uno solo. Desbordaban de tus ojos los colores de toda una vida. Pero en aquel momento te diste cuenta de que no era suficiente.
Liberabas tiernas lágrimas, la impotencia trazaba brillantes caminos en tus mejillas. Aferrabas el vestido entre tus dedos, tratando en vano de retener cada instante perdido, cada segundo derramado sin sentido a lo largo del camino. Llorabas ahora todo el temor que no habías sufrido antes, conforme el final del interminable reguero de tus huellas se hacía más y más nítido ante tus ojos.
Intentaste retroceder cuando mi mano se extendió hacia ti, invitándote a tomarla. Escuchabas la llamada, pero no querías venir.
"Por favor. Solo un día más."
Pero ya no había dónde ir. La luz se desvanecía del aire, el mundo nos dejaba solos. El reloj devoraba impasible los últimos granos de arena. Ya no había dónde ir. Y tú ya no podías más. Y, en el fondo, lo sabías. La verdad caía sobre ti como cae la helada sobre el frágil cirio blanco.
Tus dedos temblorosos se cerraron en torno a mi mano, dura, delgada y angulosa. Estaba muy fría, te estremeciste. Como acariciar una estatua de mármol. Sin vida. Tus dedos se entumecían, la piel se quedaba dormida. Dejabas de sentirla. El pánico arrancó un lamento de tus labios. Te derrumbaste de rodillas. Pero no me soltabas.
Me arrodillé junto a ti. Querías llorar, pero todas las lágrimas se habían agotado. Solo mirabas el infinito, allá donde había estado la línea entre el mar y el cielo. Todo se había ido. En la vasta oscuridad, solo quedábamos tú y yo. No quedaba nada que perder. Una gran carga se liberó de tus hombros. Y con ella, se fue todo el miedo. Solo quedaba un inmenso cansancio. Exhalaste un último suspiro, apenas audible en medio de la nada. Y cerraste los ojos. Los refulgentes colores de tu mirada quedaron enmudecidos.
Te contemplé un instante, en medio de aquel silencio. Eras una persona muy bella, de todas las formas en las que una persona puede ser bella. En mi pecho de piedra se estremeció una honda tristeza. Te abracé. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Al fin, aceptabas mi abrazo. Y con tu cuerpo, menudo y frágil como una flor de jazmín, me lo devolvías.
E ibas perdiendo el calor. Te quedabas dormida. Te sostuve con el amor de una madre, mientras sentía en mis huesos que tu pecho cada vez se expandía un poco menos. Hasta que supe que te habías ido. Tu corazón se había quedado mudo.
Entonces te liberé de mi abrazo. Te disolviste en el vacío como tinta en el agua. Hacia el universo. Así acababa tu historia. Aguardé allí unos segundos en silencio, contemplando el aire en el que te habías desvanecido. Mi trabajo había terminado. Me marché.
Solo un eco del resplandor irisado de tu mirada sobrevivió a la nada, cristalizado para siempre en mi memoria.
© La Octava Pléyade