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Borrador1
La soledad parecía impensable, en aquel micropiso éramos 5, antes 6, siempre había un movimiento agotador hasta el ocaso, hoy no era la excepción. Tostadas y tomate, café a medias, risas y llantos. Dos horas decidiendo y nos fuimos.

Salimos con luz blanca, el cielo encapotado sobre los vestigios de lo que fuera un barrio bullicioso en pleno centro de la ciudad. Nadie nos seguía, los pocos peatones distantes, deambulaban esquivando obstáculos imaginarios. También los niños parecían evitarnos, con sus cabezas bajas y sus ojos vidriosos. La primavera había llegado a tiempo, nosotros no.

La oleada de pérdidas que había retrasado este momento, la salida que hoy redescubría calles, tan propias como si de familiares se trataran, las saludamos, a nuestro paso, con diminutivos jocosos, pero con una tristeza infinita. La niña (Atocha) la habían peinado con peinecillo de oro (las barredoras) y ahora yacía muerta. Éramos los pajarillos posándose en medio de su inercia.

Tú estabas allí, diminuta ante el mundo, la emoción inicial se había disminuido, la incertidumbre de un escape incierto a una normalidad añorada, hizo que me apretaras la mano y caminamos juntas.