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La mansión Tudor
En la tranquila y adinerada calle de Elmwood, la luz de la luna se colaba a través de las ramas de los altos y frondosos robles, dibujando sombras caprichosas en el asfalto mojado. Un ciclista solitario pasó deprisa, la lluvia ligera haciéndole brillar la cara. Su respiración formaba una nube de vapor que se desvanecía en la noche. El sonido de sus neumáticos chirriando al frenar rompió la calma. Había algo extraño en la mansión Tudor que se erguía al final del camino.

Las luces de la policía y las cámaras de los periódicos iluminaron la fachada de la mansión. El detective Harper se acercó al coche, resguardando su rostro del frío con la solapa de su abrigo. El portero, un anciano que temblaba de miedo, le relató lo que había escuchado: un grito sordo, la caída de un peso pesado y el sonido de pasos que se alejaban apresurados. No había nada más. El detective asintió y se adentró en la propiedad, sus botas resoplando en la hierba húmeda.

Dentro, la escena era aun más desconcertante. El olor a incienso y cuero viejo se fundía con el hedor a metal oxidado que salía del puñal. El empresario, vestido con un pijama de seda negra, yacía boca abajo, un charco de sangre se extendía lentamente debajo de su pecho. Al parecer, la herida de su corazón era mortal. Harper notó que la posición del cadáver era rara, forzada, como si el criminal hubiera querido que la escena contara una mentira.

Con la mirada fija en la ventana abierta, el detective se acercó a la biblioteca. El ruido de la lluvia que caía suavemente contra el vidrio era el único sonido que se escuchaba en la estancia. Un cuadro colgado en la pared, torcido, atrajo su atención. Al levantarlo, descubrió un marco vacío con la etiqueta "Herramientas de la Familia" aun pegada. La pieza que faltaba del rompecabezas empezaba a tomar forma en su mente.

Sacando su cuaderno, anotó la hora y los detalles de la escena. Los ojos del detective recorrieron la habitación una y otra vez, buscando un motivo, una razón. Un espejo roto en la repisa de la chimenea le devolvió su reflejo cansado. En su mente, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar. El vaso roto, la ventana abierta, el cuadro vacío... Había una conexión, una pista que lo acercaba al por qué de la tragedia. Sin previo aviso, la puerta del estudio se abrió de par en par, permitiéndole ver la silueta de alguien en la penumbra. "¿Quién anda ahí?" -gritó Harper, poniéndose en guardia.

De la sombra emergió una figura desconocida, una joven con el rostro pálido y las manos temblorosas. Se acercó a la luz y el detective pudo ver que su vestido de noche estaba manchado de barro y arrugado. Ella era la hija del fallecido, Emma. Su rostro, un espejo del horror, reflejaba la angustia que sentía. "¿Dónde has estado?" -preguntó Harper con dureza, intentando no mostrar la compasión que le inspiraba.

Emma tartamudeó, luchando por contener las lágrimas. "Fu...fuí a dar un paseo... la tensión era insoportable. No... no podía dormir." Su respiración se entrecortaba. "¿Qué ha pasado?" -preguntó con la ingenuidad de alguien que no quiere creer la realidad. Harper la miró fijamente, evaluando su sinceridad.

"Tu padre ha muerto, Emma." -dijo con calma. Ella se desmoronó en un mar de sollozos. "Lo...lo siento" -fue todo lo que pudo articular. Más allá de la tristeza, el detective notó un brillo sospechoso en sus ojos. El olor a incienso y la tierra mojada en su vestido no encajaban con la escena. Era hora de profundizar en la vida de la familia del fallecido.

Mientras la consolaba, Harper empezó a formular sus primeras sospechas. La relación entre la hija y el padre, el desorden en la habitación, la hora inusual del crimen... Había demasiadas coincidencias. Decidió interrogar a la joven en cuanto se hubiera calmado. Mientas, su mente no paraba de darle vueltas a la posibilidad de que la heredera de la fortuna pudiera ser la autora del crimen.

Cuando por fin Emma logró contener sus sollozos, el detective la invitó a sentarse en el sofá y le planteó sus primeras preguntas. Ella respondió balbuceando, sus ojos evitando el contacto con los de Harper. Había pasado la noche paseando, intentando despejar su mente. No sabía nada del crimen, juró. El detective tomó nota de cada detalle, cada inflexión en su tono, cada pausa en su relato.

Pasando a un tono más formal, Harper le mostró la foto de la escena del crimen. Ella se estremeció al ver la imagen del puñal clavado en el corazón de su padre. Su reacción parecía genuina, o quizás era solo un buen acto. "¿Conoces a alguien que tuviera un motivo para matarlo?" -preguntó el detective. Emma negó con la cabeza, mascullando que su padre era una buena persona, que no se metía en negocios sucios. Sin embargo, el detective podía sentir la tensión en la sala, un secreto que pedía a gritos ser revelado.

Al ver que no lograba sacar nada más de la chica, Harper decidió dejarla en paz por el momento. Era hora de explorar la mansión en busca de pistas que la conectaran o desvincularan de la escena. Se levantó del sofá y, en la mesa de noche, notó un diario abierto. La página delante de la que su dedo se detenía era del día anterior. Estaba anotado: "Cena con E. 8 pm." El detective ladeó la vista, haciéndose la pregunta que ya empezaba a formarse en su mente. "¿Tienes alguna idea de lo que podía querer discutir?" -le consultó a la joven, que se limitó a encogerse de hombros.

Decidió dejar la biblioteca y continuar con la inspección. Más allá de la puerta, la mansión parecía una cárcel de secretos. Cada paso que daba resonaba en el silencio, cada puerta que abría revelaba una habitación vacía. Pero la búsqueda no era en vano. En la habitación de la esposa del fallecido, Harper descubrió un cajón cerrado con llave. Con su destreza, abrió la cerradura sin forzarla. Dentro, entre las joyas y los documentos, halló una carta sin abrir. El remitente era desconocido, la caligrafía elegante y apresurada. La carta hablaba de una deuda impagada, de un ultimátum y de la posibilidad de que alguien estuviera dispuesto a recurrir a la violencia. Harper la leyó con atención, el corazón acelerando su ritmo. Había muchas piezas en este rompecabezas y cada una sugería una trama aún más compleja.

De repente, el sonido de un móvil vibrando en el bolsillo del abrigo de la puerta lo sobresaltó. Sacó el dispositivo y vio que era una nota de su sargento. Había un testigo que lo esperaba en la comisaria. Con la carta en la mano, se dio la vuelta y salió de la habitación, su mente ya en la calle, en la búsqueda del individuo que podía aportar la luz a la oscura noche de Elmwood.

Emma, sola en la biblioteca, se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Miró a la lluvia que caía sin cesar, pensando en lo que sucedería a continuación. El detective Harper no podía saber que la carta que acaba de descubrir era la clave de todo. Ella la había escrito, fingiendo ser un acreedor anónimo, con la intención de empujar a su padre a tomar una decisión que ella creía que era la correcta.

Aquella noche, la cena no se centró en la herencia, sino en la deuda que su progenitor ocultaba a la familia. Él, el gran magnate, el pilar de la sociedad, se encontraba arruinado. Y no por malas inversiones, sino por un desmedido egoísmo que lo empujó a tomar prestado dinero de personas peligrosas. Personas que ahora venían a reclamar su deuda con intereses. El temblor en las manos de Emma no era solo por el frío, sino por el miedo que la recorría al pensar en las consecuencias.

El detective, en la habitación de la esposa, se detuvo ante un retrato familiar. El matrimonio sonreía a la cámara, rodeado de lujos y comodidades. Sin embargo, el ambiente en la mansión era tenso, cargado de secretos. Cada habitación que visitaba le contaba una historia distinta, cada respiro que tomaba, le acercaba a la verdad. De repente, escuchó pasos ligeros en el pasillo.

Al salir, se topó con la doncella, una joven de aspecto nervioso que se disculpó por la interrupción. Ella le informó que la Sra. Tudor deseaba hablar con él en la suite matrimonial. Harper la siguió, la carta aun en su puño, listo para encajar la pieza final en el rompecabezas. Al entrar en la habitación, la esposa del fallecido, vestida con un camisón de seda, lo recibió con los ojos rojos por el llanto.

Ella le contó que su marido y Emma se pelearon la noche anterior. Que su hija, harta de las mentiras y el engaño, amenazó con contar la verdad a todos. El detective la observó, buscando en su rostro alguna pista de la implicación que podía tener en el crimen. Sin embargo, la angustia que veía en sus ojos parecía genuina.

Mientras escuchaba la confesión, Harper no pudo evitar pensar en la carta. La deuda, la amenaza, la cena tensa... Todo parecía encajar demasiado perfectamente. Pero la vida no era una novela policial, la realidad era a menudo más compleja. Se dispuso a hablar con la testigo que le aguardaba en la comisaria, ansiando que la luz del día aclarara la noche de misterios que se adensaba a su alrededor.

Antes de marcharse, le prometió a la Sra. Tudor que haría todo lo que estuviera en su mano para descubrir la verdad. Ella, agradecida, le entregó una llave. "Es de la oficina de mi marido. Allí podrá encontrar todos sus archivos. Quizá haya algo que le ayude." -dijo con la mirada fija en el suelo.

Con la llave en el bolsillo, Harper se abrochó el abrigo y salió a la noche, que ya se iba desvaneciendo. El cicista solitario ya no estaba allí, la calle de Elmwood volvía a la calma. Sin embargo, la mansión Tudor se erguía ante él, testigo silencioso de una tragedia que aún no había terminado de desvelarse.

Ya en la comisaria, el detective se sentó enfrente del testigo. Era un joven tembloroso, que olía a cigarrillos y café. Había presenciado el crimen, aseguró. Su testimonio fue confuso, lleno de sombras y detalles inconexos. Pero lo que decía era claro: el homicida no era Emma.

Con la mente en ebullición, Harper empezó a barajar las posibilidades. Si no era la hija, ¿quién podía ser? ¿Los socios del fallecido, sus acreedores, o alguien que tuviera un motivo personal de odio? Cada opción era tan plausible que le daba vueltas en la cabeza. Necesitaba aire fresco.

El detective salió de la comisaria, respirando profundamente el aire frío de la mañana. El ciclista que pasara la noche anterior ya no estaba. En su lugar, la calle de Elmwood se despertaba lentamente al amanecer, con los vecinos asomando la nariz por detrás de las cortinas, intrigados por la actividad en la mansión.

Con la llave que le diera la Sra. Tudor, Harper se dispuso a revisar la oficina de su marido. Dentro, el caos era aún peor que en el estudio. Papeles volando, cajones abiertos, la pantalla del ordenador encendida mostrando una carpeta etiquetada "Deuda". La tensión se palpaba en el aire, las sombrías sombras de la noche dando paso a la luz gris del alba.

Empezó a leer los documentos, descubriendo que la deuda era enorme, sustancial. El dinero que debía su marido a esas personas era suficiente para hundir a una persona, y aun a su entera familia. Las cuentas, las notas de prensa, las amenazas anónimas... todo apuntaba a que el fallecido se encontraba en serios aprietos financieros.

A medida que el sol empezaba a asomarse por el horizonte, la mansión se iba iluminando, mostrando cada rincón con la crudeza de la realidad. La oficina del difunto era un refugio del pánico y la desesperación. Harper no podía evitar sentir lástima por la Sra. Tudor, que ahora se enfrentaba a la perspectiva de perder no solo a su esposo, sino a todo lo que sabía y amaba.

Mientras examinaba los papeles, su móvil vibró. Era su informante, que le ofrecía un nombre. Un socio descontento que podía ser la clave de la solución del misterio. El detective se levantó de la silla, la carta y la llave aun en la mesa, y se dispuso a salir de la habitación. Tenía que profundizar en la vida del fallecido, en sus negocios y en quién podía querer verlo muerto.

Con la luz del sol que se colaba por la ventana, la mansión ya no parecía la sombría y tenebrosa fortaleza de la noche anterior. Sin embargo, la sombra de la duda continuaba envolviendo cada rincón. Harper se detuvo un instante en la puerta, la brisa matutina le acarició la cara y le trajo un olor a tierra mojada y a jardines recién regados. Algo no cuadraba.

Regresando a la biblioteca, se acercó a la ventana que se encontraba entreabierta. Observó el jardín, las hojas de los arbustos mecidas por la brisa, la tierra fresca alrededor del césped. El detective se agachó, examinando el suelo con atención. Allí, a la luz del sol, pudo ver marcas de zapatos húmedos y el brillo del metal en la hierba. Las huellas del arma homicida, quizá.

Con el corazón acelerado, Harper siguió las marcas, que lo condujeron a la puerta del sótano. Dudó por un instante, escuchando el silencio ominoso que lo envolvía. Respirando hondo, bajó las escaleras, la humedad del ambiente envolviendo sus pulmones. La puerta del sótano se abrió con un chirriar que resonó en la soledad.

Allí abajo, las paredes de ladrillos descascarillados y la suciedad acumulada por los años, contaron la vida oculta de la mansión. Las luces titilantes y el olor a tierra mojada acompañaron al detective en su camino. La habitación principal del sótano era un desastre, cajas apiladas, herramientas esparcidas y una mesa de madera cubierta de polvo. Sin embargo, lo que realmente atrajo su atención fue la puerta al fondo, cerrada con llave.

Intuyendo que podía hallar allí la respuesta a muchas de sus dudas, Harper la abrió con cuidado. Detrás de la puerta, se encontraba un cuarto secreto, oculto de la vida diaria de la mansión. Las paredes estaban cubiertas de mapas y notas, conectando a personas y lugares en un caos que solo el fallecido podía entender. En el suelo, un hacha manchada de barro. El detective la levantó, el peso en sus manos le contando la posibilidad de que este pudiera ser el arma del crimen.

A medida que inspeccionaba la sala, su ojo cayó en un espejo en la pared. Algo reflejaba en la esquina superior que no correspondía con la estancia. Se acercó, intrigado, y descubrió que la pared era falsa. Detrás de ella, un pasadizo que conducía a la noche. El espejo era la entrada a un siniestro laberinto de secretos que el fallecido escondía de todos.

El detective se adentró en la oscuridad, la linterna en la mano, iluminando el camino. El aire era frío y húmedo, lleno de un olor a tierra húmeda y podrido. Las paredes se estrechaban, presionando su espalda, haciéndole sentir claustrofobia. Sin embargo, su determinación era superior al miedo.

A medida que avanzaba, la luz de la linterna desveló lo que parecía ser un cuarto de almacenaje. Cajas de madera polvorientas y cubiertas de telarañas se apilaban en las esquinas, y el suelo de baldosa era resbaladizo por la humedad. De repente, su pie tropezó con algo duro y metálico. Al bajar la linterna, vio un candado oxidado en el suelo. Algo le decía que allí, en la profundidad del sótano, podía hallarse la respuesta a la desconcertante escena del crimen.

El pasadizo era angosto, forzando a Harper a caminar de costado. El sonido de su respiración resonaba en la penumbra, y la tensión se hacía cada vez más palpable. Al doblar una esquina, la luz de la linterna se topó con una puerta de madera gruesa. Su corazón se aceleró al notar que la manilla del candado brillaba con la humedad reciente. Algo le decía que no estaba solo allí abajo.

Con la pistola en la mano, empujó la puerta con el hombro. El chirriar de la madera envejecida se escuchó a lo lejos en la quietud del sótano. En la habitación, la linterna iluminó un escenario que lo heló la sangre: el suelo empapado en sangre, y en el centro, un ataúd abierto con la tapa desparramada. Harper se acercó con cuidado, la mente llena de imágenes macabras.

Dentro del ataúd, la figura de un joven se retorcía en agonía. Su rostro desfigurado por la desesperación y el miedo, sus manos atadas con alambre. El detective soltó la pistola, el horror petrificando cada fibra de su ser. "¿Quién eres?" -preguntó, temblando. La respuesta fue un jadeo lastimero, la vida desvaneciéndose de sus labios.

"Soy... soy el chófer. Ella... me forzó a... a fingir mi propia... mi propia..." -el joven no pudo terminar la frase. Sus ojos se cerraron y la vida lo abandonó. Harper se agachó, comprobando su pulso. Estaba muerto, su rostro azulado por la falta de oxígeno. La escena era tan espeluznante que el detective se sentía desorientado.

¿Por qué el chófer se encontraba en el sótano, en un ataúd? La respuesta parecía esconderse detrás de la puerta que conducía a la biblioteca. Había alguien más en la mansión, alguien que no quería ser descubierto. El detective salió del cuarto apresuradamente, la linterna temblorosa en la mano. Las sombras se movían a su alrededor, cada sonido resonando en la quietud.

Al volver a la biblioteca, la luz se cortó de repente. El grito de una lechuza en el exterior atravesó el silencio, haciéndolo estremecer. La pila de libros que había notado la noche anterior se encontraba ahora desparramada por el suelo. Alguien lo había alterado. Con la linterna apuntando a la ventana, Harper se acercó a la puerta que daba al pasillo. La luz del sol se colaba a través de las rendijas de la madera.

De pronto, un sonido sutil, el crujido de una puerta que se abre con sigilo, resonó en la distancia. El detective se acercó a la puerta, escuchando con atención. Pudo distinguir pasos que se acercaban lentamente, con la intencionalidad de no ser oídos. La respiración de la persona que se acercaba se hacía cada vez más clara, el olor a jazmín flotando en el aire.

Con la pistola en la mano, Harper se preparó para lo que pudiera venir. La puerta se abrió de par en par, mostrando la figura de una joven que se asombró al verlo. Era la ama de llaves, la Sra. Jenkins, con un cesto de ropa en sus brazos. El olor a jazmín emanaba de unas flores que sostenía con delicadeza. "¿Detective?" -susurró ella, sus ojos anchos por el miedo.

"¿Qué haces aquí?" -preguntó Harper, intentando controlar el alivio que le inundaba. Ella se ajustó las gafas y, con una media sonrisa, respondió: "Limpiando, por supuesto. No puedo permitir que la policía vea la mansión en este desorden." Su tono era suave, demasiado suave. Algo en su actitud le resultaba sospechoso.

Mirando alrededor, Harper notó que la posición del cadáver del chófer se había alterado. La tierra que lo rodeaba se veía ahora húmeda, marcas de pasos se dibujando en la tierra fresca. La carta que Emma le había dado, la carta que supuestamente hablaba de la deuda, no encajaba con la escena que se presentaba ante sus ojos. Había alguien en la mansión que sabía más de lo que decía, alguien que podía ser el verdadero responsable.

"¿Conoces a alguien que pudiera querer dañar a la familia?" -inquirió, sus ojos clavados en la Sra. Jenkins. Ella negó con la cabeza, su rostro sereno. "Todos aman a la familia Tudor, detective. Sin embargo, hay secretos que se guardan en cada rincón de este hogar." -dijo, bajando la mirada a su cesto.

Intrigado, Harper le pidió que lo acompañara a la oficina del fallecido. Ella obedeció sin rechistar, sus pasos ligeros resonando en el silencio. Al abrir la puerta, la luz del sol inundó la habitación, revelando la verdad detrás de la pared falsa. "¿Conoces este cuarto?" -le cuestionó.

La Sra. Jenkins asintió, la pena nublando sus ojos. "Sí, era el refugio del Sr. Tudor. Un lugar para guardar sus... aflicciones." -susurró. "¿Y qué hay en esas cajas?" -preguntó el detective, apuntando a las cajas apiladas en la pared.

Ella suspiró profundamente. "Secretos, detective. Secretos que ahora no importan." -Dicho esto, se acercó a la mesa, levantando la tapa de una caja que parecía particularmente pesada. Dentro, se encontraba el puñal, ahora limpiado de la tierra y la sangre.

"Emma no lo sabía. Ella no... no pudo..." -murmuró la Sra. Jenkins, con la mirada fija en la arma. Harper la observó, la pieza final del rompecabezas empezando a encajar. "¿Fuiste tú?" -preguntó en un susurro.

Ella se volvió a enfrentar a él, sus ojos llenos de un odio helado. "No tengo nada que perder, detective. Solo quería proteger a mis superiores. El Sr. Tudor...él no merecía la vida que le dimos." -dijo, su voz temblorosa. "¿De qué hablas?" -preguntó Harper, consciente de que se acercaba a la verdad.

"De sus negocios sucios, de la gente a la que ha lastimado. De la deuda que le hice pagar con su vida." -confesó la Sra. Jenkins, con un gesto de resignación. "No podía permitir que arrastrara a Emma a la ruina. Ella no sabe nada, por favor, no la impliques."

El detective la miro fijamente, la pistola aun en su puño. La luz del sol se filtraba por la ventana, dibujando un marco alrededor de la figura desgarrada de la ama de llaves. La habitación se llenó de un silencio incómodo, cada respiro resonando en la pared. Finalmente, Harper le dijo: "Tienes que venir conmigo. Tienes que contarnos la verdad."

Ella asintió, las manos temblorosas al tomar la carta que aun sostenía. "Lo haré, por ella" -murmuró. Juntos, subieron las escaleras, la vida de la mansión Tudor ahora un espejo roto de mentiras y tragedias.

Cuando la luz del sol se coló por la ventana de la biblioteca, la escena se volvió aún más dramática. La Sra. Jenkins se sentó en una silla, la carta en sus manos. "Todo empezó con la deuda. El Sr. Tudor era un adicto al juego, y no paró de pedir dinero prestado." -explicó, su rostro envejeciendo a medida que recordaba los eventos.

"Pero no solo eso. Tenía un lado... oscuro. Negocios que no le gustaría que salieran a la luz. Y yo... yo lo sabía todo. Lo vi caer, y no pude evitarlo." -continuó, con la mirada fija en la pared. "Pero la noche que lo maté, me dijo que iba a dejar la herencia a su amante. No podía permitir que la Sra Tudor se viera afectada por sus locuras."

Las revelaciones de la Sra. Jenkins cayeron en la sala con la pesadez de la culpa. El detective Harper anotó cada detalle, la trama del crimen tomando la forma de una tragedia shakespeariana. El silencio se rompió con el sonido de la puerta principal abriéndose. El sargento de policía y un equipo de forenses entraron en la mansión, la vida volviendo al escenario del crimen.

"¿Detective?" -llamó el sargento. Harper se volvió, la pistola aun en la mano. "Tenemos al testigo que mencionaste. Está listo para hablar."

El detective asintió, guardando la pistola. "Vamos." -dijo, y se encaminó a la salida. La Sra. Jenkins lo siguió, la carta aun apretada en su puño.

El detective cerró su libreta, la mirada fija en el testigo. "Lo siento, pero las evidencias nos obligan a arrestarla. Su testimonio presenta demasiadas contradicciones". La testigo, pálido y tembloroso, fue esposado. Mientras lo llevaban fuera, sus ojos se cruzaron con los del detective. ¿Había en ellos miedo, arrepentimiento o simplemente resignación? La verdad, al igual que el verdadero culpable, seguía oculta en las sombras.

© Weizen_Cawcaw