Las Vegas de la selva
Yo le veía sacar billetes como el mago que saca pañuelos anudados del bolsillo, mientras me decía que allá lo que se ganaba era plata, harta, que no era mentira, que uno se arreglaba la vida sí o sí. Convencido por semejante visión, me hallé remontando ríos de aguas lodosas, de esos de la selva, acompañado de otros ambiciosos y soñadores que en la mirada se les notaba que acariciaban a la riqueza, que siempre se les había escabullido por los recovecos de la vida. Dos meses después de estar raspando coca, "El tigre" me llevó a conocer el pueblo, Las Vegas: un peladero en medio del monte con unas cuantas calles de un barro rojizo y pegajoso, flanqueadas por casuchas de madera y de latas de zinc o de lo que fuera, que hacían las veces de tiendas de abarrotes, cantinas, billares y putiaderos dónde la gonorrea saltaba en los catres y en las tablas del piso; de los que de tanto en tanto salían indios y negros borrachos dandose machete por una partida de naipes, o tostaban a alguno a tiros por no pagarle lo que había ganado en el juego. A esa algazara, a ese desbarajuste poco a poco le fui tomando el gusto, hasta terminar con la cabeza anegada de aguardiente y pagando a gramos las prostitutas desahuciadas más caras del mundo.
Tiempo después me ví bajar por esos ríos marrones y torrentosos, con un atado de trapos sucios, la verga en llamas y sin un centavo en el bolsillo.
© Mauricio Arias correa
Créditos de la imagen: Luciana E. Gómez. (Buenos Aires)