Vamos a amarrarle las bolas al diablo (Relato jocoso)
Hoy en la casa, como cosa rara, se perdió la llave de la puerta principal y la urgencia de salir para mi hermano y para mí era de extrema importancia para mantener activo el negocio con el servicio del delivery. Llevábamos más de media hora de un lado para el otro, rondando en los pasillos, habitaciones y demás, removiendo todos los peroles y objetos con la finalidad de encontrar esa pieza metálica tragada por la tierra. Mi abuela observaba nuestra ansiedad y desenfreno en una esquina desde su mecedora y con sus agrietados labios pronuncia con jocosidad.
—¡Vamos a amarrarle las bolas al diablo!
Mi hermano y yo paramos la actividad en seco, nos buscamos con la mirada y fruncimos el ceño ante el comentario echo al aire que expuso la abuela.
—Viejita, ¿Qué fue lo que dijo?—dice mi hermano acercándose a ella.
—Vamos a amarrarle las bolas al diablo —responde ella pero ahora mostrando una sonrisa desnuda.
—¿Como es eso? —le pregunte con curiosidad al ver cómo sonríe de una manera tan agraciada mientras dice algo tan irracional.
—Ay mijito, paren un momento su búsqueda para poder comentarles.
Las anécdotas de la abuela siempre me han llenado la cabeza de historias maravillosas, fantásticas, melancólicas y con un toque de nostalgia, de modo que me siento al lado de ella para escucharla mientras mi hermano hace oídos sordos y retoma la infructuosa búsqueda.
—Écheme el cuento, mi vieja —le dije viéndola a los ojos para captar toda interpretación de su parte.
“Eso fue cuando estábamos en el internado —empezaba a relatar—, tendría yo como seis años cuando hacíamos ese ritual. Era un internado solo para niñas y estábamos al cuidado de las monjas. Dormíamos en una sala grande llena de camas uniformemente separadas unas de las otras como tablero de ajedrez a dos metros de distancia cada una. Como era de esperarse, era muy común que se perdieran las cosas dentro de la sala para dormir: un ganchito de cabello, pulseras, muñecas de trapo; todo aquello que para nosotras era de mucho valor y nos servía como pasatiempo admirando esos tesoros personales y que alguna niña de otra sala también lo deseara en secreto. Pero la inocencia de todas nosotras era muy pura y estábamos convencidas de que las desapariciones eran producto de la maldad del cachúo. Para hacer justicia a los hechos y obtener de vuelta nuestros tesoros, nos dirigíamos al patio del internado y arrancábamos la grama seca de la tierra, hacíamos un bulto de ellas lo suficientemente grande para que quepa en nuestras pequeñas manos y la amarrabamos con algo de pábilo o grandes cantidades de hilo para mantener la uniformidad. Eso representaban las bolas del diablo. Para exigir lo que nos pertenecía y saciar nuestra sed de justicia, dejábamos "las bolas" en el piso y agarrabamos grandes peñascos de piedra para tirarcela encima mientras recitabamos la oración al unísono ¡Diablo, develvenos nuestro tesoro! y arrojabamos las piedras para destruirle las bolas al diablo y hacerlo sufrir. Repetiamos la acción mientras recitabamos la oración una y otra vez hasta hacer añicos el grupo de grama seca amarrada. Retornabamos al salón con la esperanza de encontrar nuestros objetos perdidos pero sin resultados positivos. Recuerdo que en ciertas ocasiones aparecían muy rápido como por arte de magia y atribuimos que era producto de nuestro hechizo, así que nos convenciamos de que la tortura contra el cachúo funcionaba.”
Mi cara siempre mantuvo una sonrisa en todo el relato y se acentuaba aún más al escuchar el ritual. Para complacer a mi abuela, agarré un grupo de flores ya secas que se usan como centro de mesa, las amarré con una liga, las coloqué en el piso y le dejé caer encima un libro que tomé del escritorio pronunciando las palabras del ritual.
—¡Diablo, devuélveme las llaves!
Esta acción le dio a mi vieja una hermosa sonrisa de complacencia. Cumplí mi propósito para que vuelva a experimentar la inocencia y el gusto de ser niña nuevamente. Inmediatamente desde la cocina escucho a mi hermano gritar.
—¡Bro, las encontré! Estaban metidas en una olla.
Mi escepticismo se derrumbó al escuchar a mi hermano, mi mirada tomó dirección a los ojos de mi abuela mientras ella reía mostrando otra vez su sonrisa desnuda.
Con mucho amor para mi abuela.
© Oscar Adrián Díaz
—¡Vamos a amarrarle las bolas al diablo!
Mi hermano y yo paramos la actividad en seco, nos buscamos con la mirada y fruncimos el ceño ante el comentario echo al aire que expuso la abuela.
—Viejita, ¿Qué fue lo que dijo?—dice mi hermano acercándose a ella.
—Vamos a amarrarle las bolas al diablo —responde ella pero ahora mostrando una sonrisa desnuda.
—¿Como es eso? —le pregunte con curiosidad al ver cómo sonríe de una manera tan agraciada mientras dice algo tan irracional.
—Ay mijito, paren un momento su búsqueda para poder comentarles.
Las anécdotas de la abuela siempre me han llenado la cabeza de historias maravillosas, fantásticas, melancólicas y con un toque de nostalgia, de modo que me siento al lado de ella para escucharla mientras mi hermano hace oídos sordos y retoma la infructuosa búsqueda.
—Écheme el cuento, mi vieja —le dije viéndola a los ojos para captar toda interpretación de su parte.
“Eso fue cuando estábamos en el internado —empezaba a relatar—, tendría yo como seis años cuando hacíamos ese ritual. Era un internado solo para niñas y estábamos al cuidado de las monjas. Dormíamos en una sala grande llena de camas uniformemente separadas unas de las otras como tablero de ajedrez a dos metros de distancia cada una. Como era de esperarse, era muy común que se perdieran las cosas dentro de la sala para dormir: un ganchito de cabello, pulseras, muñecas de trapo; todo aquello que para nosotras era de mucho valor y nos servía como pasatiempo admirando esos tesoros personales y que alguna niña de otra sala también lo deseara en secreto. Pero la inocencia de todas nosotras era muy pura y estábamos convencidas de que las desapariciones eran producto de la maldad del cachúo. Para hacer justicia a los hechos y obtener de vuelta nuestros tesoros, nos dirigíamos al patio del internado y arrancábamos la grama seca de la tierra, hacíamos un bulto de ellas lo suficientemente grande para que quepa en nuestras pequeñas manos y la amarrabamos con algo de pábilo o grandes cantidades de hilo para mantener la uniformidad. Eso representaban las bolas del diablo. Para exigir lo que nos pertenecía y saciar nuestra sed de justicia, dejábamos "las bolas" en el piso y agarrabamos grandes peñascos de piedra para tirarcela encima mientras recitabamos la oración al unísono ¡Diablo, develvenos nuestro tesoro! y arrojabamos las piedras para destruirle las bolas al diablo y hacerlo sufrir. Repetiamos la acción mientras recitabamos la oración una y otra vez hasta hacer añicos el grupo de grama seca amarrada. Retornabamos al salón con la esperanza de encontrar nuestros objetos perdidos pero sin resultados positivos. Recuerdo que en ciertas ocasiones aparecían muy rápido como por arte de magia y atribuimos que era producto de nuestro hechizo, así que nos convenciamos de que la tortura contra el cachúo funcionaba.”
Mi cara siempre mantuvo una sonrisa en todo el relato y se acentuaba aún más al escuchar el ritual. Para complacer a mi abuela, agarré un grupo de flores ya secas que se usan como centro de mesa, las amarré con una liga, las coloqué en el piso y le dejé caer encima un libro que tomé del escritorio pronunciando las palabras del ritual.
—¡Diablo, devuélveme las llaves!
Esta acción le dio a mi vieja una hermosa sonrisa de complacencia. Cumplí mi propósito para que vuelva a experimentar la inocencia y el gusto de ser niña nuevamente. Inmediatamente desde la cocina escucho a mi hermano gritar.
—¡Bro, las encontré! Estaban metidas en una olla.
Mi escepticismo se derrumbó al escuchar a mi hermano, mi mirada tomó dirección a los ojos de mi abuela mientras ella reía mostrando otra vez su sonrisa desnuda.
Con mucho amor para mi abuela.
© Oscar Adrián Díaz