CONSUMACIÓN (relato explícito)
Despierto con la respiración agitada, la franela sudada y estremecido por un sueño al que sus imágenes pasaron al olvido. Mi boca está totalmente seca y la desesperación por beber algún líquido regenera los sentimientos de venganza con los que me he quedado dormido.
Sé lo que debo hacer, estoy preparado para ello, no existe en mí ninguna duda de mis futuras acciones ni temor alguno por sus consecuencias. Me levanto, preparo café, extraigo del gabetero un cúmulo de tela y voy retirando capa por capa para empuñar la 9 mm que había dejado mi padre con la finalidad de proteger a la familia de algún perpetrador nocturno. Antes de salir de la casa mi vista pasea por la foto familiar observando los rostros de mi padre, madre y hermano menor.
—Ahora me toca ser el martillo —digo con un nudo en la garganta y el pecho comprimiendo mis órganos.
Salgo de la casa con paso firme, la tez dura y exhalando odio por los poros. Mi mirada se pasea en cada transeúnte, observando sus caras preocupadas por su mundo interior y la extenuante vida compuesta entre el empleo, la familia y la mala economía que los arropa. Me invade la nostalgia con el fugaz recuerdo de esos sentimientos que dirigían mi vida día tras día y que ya hoy no tienen ningún valor, no son nada, ese hombre que luchaba para el bienestar de su familia murió ayer mientras veía tres cajas descendiendo en la oscuridad de una fosa común.
Llego a la panadería donde él siempre compra tres empanadas de pollo acompañado de un café mediano y decido esperarlo. Es un barrio donde se sabe todo de cada uno de sus habitantes, sus rutinas, infidelidades, proyectos de vida y demás, y él no es la excepción. Observo que llega con su chaqueta del cuerpo de fuerzas especiales de la policía y se sienta en una de las mesas mientras habla con una mujer que tiene en frente. Me acerco hacia él por la espalda y al dar el primer paso se imprenta en mi mente a mi padre sentado en el sofá de la sala con un agujero en su pecho, doy otro paso y recuerdo a mi madre tirada en el suelo de la cocina sujetando un cuchillo con restos de aliños y su nuca destrozada por una bala, empuño la pistola que está en mi cintura y se recrea la imagen de mi hermano menor entre las partituras de algún concierto de flauta teñidas con su propia sangre en su cuarto, apunto a su cabeza a dos centímetros de distancia con el pulso firme.
—Espero que hayas gastado y disfrutado los 25.000 dólares que estaban en el cofre de la casa, porque será lo último que robarás —digo mientras aprieto el gatillo.
Su reacción es rápida y voltea, mi arma se acciona pero la bala solo roza su cien, desenfunda su pistola y observo un estallido que emite de ella, vuelvo a apuntarle y jalo del gatillo para ver como sus sesos se esparcen por el lugar, dirijo la mirada a su acompañante y veo que en su pecho, mancillado de rojo, está mi primera bala. Siento las ganas de vomitar, no puedo respirar, un dolor agudo se extiende en mi pecho, mis piernas flaquean y caigo al suelo.
Me doy cuenta de que he cumplido con mi propósito, la única pena que poseo es el daño colateral causado por mi falta de visceralidad para actuar rápido, pero así es la venganza, nos consume, destruimos nuestro objetivo y con él, impregnamos al resto del mundo con pena y sufrimiento. La vida se me escapa por la herida en mi pecho y siento mi propio charco de sangre empapando mi ropa. Aquí termina mi historia y con mi último aliento le pido al Creador el deseo de verlos nuevamente.
© Oscar Adrián Díaz
Sé lo que debo hacer, estoy preparado para ello, no existe en mí ninguna duda de mis futuras acciones ni temor alguno por sus consecuencias. Me levanto, preparo café, extraigo del gabetero un cúmulo de tela y voy retirando capa por capa para empuñar la 9 mm que había dejado mi padre con la finalidad de proteger a la familia de algún perpetrador nocturno. Antes de salir de la casa mi vista pasea por la foto familiar observando los rostros de mi padre, madre y hermano menor.
—Ahora me toca ser el martillo —digo con un nudo en la garganta y el pecho comprimiendo mis órganos.
Salgo de la casa con paso firme, la tez dura y exhalando odio por los poros. Mi mirada se pasea en cada transeúnte, observando sus caras preocupadas por su mundo interior y la extenuante vida compuesta entre el empleo, la familia y la mala economía que los arropa. Me invade la nostalgia con el fugaz recuerdo de esos sentimientos que dirigían mi vida día tras día y que ya hoy no tienen ningún valor, no son nada, ese hombre que luchaba para el bienestar de su familia murió ayer mientras veía tres cajas descendiendo en la oscuridad de una fosa común.
Llego a la panadería donde él siempre compra tres empanadas de pollo acompañado de un café mediano y decido esperarlo. Es un barrio donde se sabe todo de cada uno de sus habitantes, sus rutinas, infidelidades, proyectos de vida y demás, y él no es la excepción. Observo que llega con su chaqueta del cuerpo de fuerzas especiales de la policía y se sienta en una de las mesas mientras habla con una mujer que tiene en frente. Me acerco hacia él por la espalda y al dar el primer paso se imprenta en mi mente a mi padre sentado en el sofá de la sala con un agujero en su pecho, doy otro paso y recuerdo a mi madre tirada en el suelo de la cocina sujetando un cuchillo con restos de aliños y su nuca destrozada por una bala, empuño la pistola que está en mi cintura y se recrea la imagen de mi hermano menor entre las partituras de algún concierto de flauta teñidas con su propia sangre en su cuarto, apunto a su cabeza a dos centímetros de distancia con el pulso firme.
—Espero que hayas gastado y disfrutado los 25.000 dólares que estaban en el cofre de la casa, porque será lo último que robarás —digo mientras aprieto el gatillo.
Su reacción es rápida y voltea, mi arma se acciona pero la bala solo roza su cien, desenfunda su pistola y observo un estallido que emite de ella, vuelvo a apuntarle y jalo del gatillo para ver como sus sesos se esparcen por el lugar, dirijo la mirada a su acompañante y veo que en su pecho, mancillado de rojo, está mi primera bala. Siento las ganas de vomitar, no puedo respirar, un dolor agudo se extiende en mi pecho, mis piernas flaquean y caigo al suelo.
Me doy cuenta de que he cumplido con mi propósito, la única pena que poseo es el daño colateral causado por mi falta de visceralidad para actuar rápido, pero así es la venganza, nos consume, destruimos nuestro objetivo y con él, impregnamos al resto del mundo con pena y sufrimiento. La vida se me escapa por la herida en mi pecho y siento mi propio charco de sangre empapando mi ropa. Aquí termina mi historia y con mi último aliento le pido al Creador el deseo de verlos nuevamente.
© Oscar Adrián Díaz