Querida,
Hoy me atrevo a escribirle, sin premoniciones, y con un final que nunca pude anticipar. Le tendría que llegar esta carta durante la mañana, espero que al menos le sea una grata sorpresa. Créame que lo es para mí, que dejo parte de mi juventud acá, que la suelto a su merced. Acá la tormenta golpea las ventanas con una urgencia que se refleja en mi mano temblorosa, o quizá es la necesidad que usted evoca en mi poesía: Esbozar lo que no podemos decir, esta condena que yo he trazado. Tal como el calor de la escarcha permea el vidrio, convirtiéndose en una chispa hipotérmica en el pecho.

A veces siento que leo sus pensamientos antes de que lleguen en papel, como un prólogo de su voz. ¿Es esto mágico, locura, o genuino entendimiento? Me inclino más hacia esta última opción, y hasta logro oír el repiqueteo de la lluvia, tal como cuando me llamó loco. Con el tono serio tan propio suyo, y una mirada que sabe condenarme al más necio y dulce trasfondo de mi persona. Pero usted ya lo sabe.
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