...

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Precipitarse.
Cuando uno es niño, como Él, no sabe nada del amor, ya que la semilla del amor que habita en su interior aún no ha probado fertilidad en ningún campo. Sí, había amado a sus padres, a su hermana y a algunos de sus amigos, pero todo el mundo sabe que no es lo mismo.

Y todo el mundo sabe también que llega el día en el que eso sucede, en el que uno debe probarse, experimentar en sus carnes y salir de películas.
Pues para él, ese día llegó cuando la conoció. Ella era de ojos azules y de figura agradable, y una larga cabellera rubia caía a su espalda. Todo iba según lo previsto.

Empezaron, obviamente, siendo amigos, y al cabo de un tiempo ya fingían no saber que se gustaban.
La razón era sencilla. Porque tenían miedo, ¿pero de qué?

¿No sé suponía que iban a decirse lo que sentían en un plano secuencia que cortaría la respiración y que de su beso saldrían chispas, y que luego todo sería felicidad? ¿Pues, por Dios, de qué tenían miedo?

Lo que pasaba era, naturalmente, que, incluso en la mente pequeña de los niños, hay una verdad que no pueden cuestionar, una conciencia de la realidad que luego madura en algunos casos.

Y llegó el que iba a ser El Día. El día del beso, el día mágico, el portal que llevaba al Reino de las Hadas.

Estaban en un banco, y tenían que irse a las ocho y media (era el toque de queda de sus padres). Eran las ocho, y los dos sabían lo que iba a pasar.
Él clavó sus ojos claros en ella, y una risilla nerviosa, emocionada y excitada emergió naturalmente en el rostro de Ella.

Pasaron dos segundos, y luego la distancia entre sus labios empezó a disminuir a medida que sus latidos se multiplicaban.

Estaban a punto de hacerlo porque luego... luego todo sería perfecto. Pero desde el fondo de la mente de Él habló una voz. Su cabeza retrocedió, y le preguntó a Ella...
- Luego de ésto, ¿qué pasará?
Ella sonrió. Ella, a diferencia de Él, lo sabía.
- Ahora nos besaremos. Hoy nos enraizaremos en la tierra, y nuestros troncos crecerán y crecerán. Seremos felices para siempre, creciendo siempre hacia arriba. Nuestras ramas se enredarán y nos miraremos el rostro para toda la eternidad, ¡Nuestras ramas llegarán tan alto que estarán donde nadie ha estado!

[...]

“¿Es eso lo que quieres?” dijo la voz.
Él se quedó pensativo, y empezó a darse cuenta de que no podía responder a la pregunta satisfactoriamente.
Por una parte, sí, lo quería. La amaba a ella. Pero había algo inquietante en todo aquello ¿Tendrían que estar para siempre juntos? ¿Nunca mirando hacia otro lado? Era un poco precipitado... el mundo tenía muchas cosas buenas y no estaba seguro de que Ella valiera tanto como todas ellas.

Entonces vio dos caminos. Uno en el que estaba con ella para siempre, tan y tan enraizados y tan enredados que no podían casi moverse. Había amor, y también estabilidad. Pero había algo de macabro, de enfermizo, en todo ello. Había algo enfermizo en los ojos de los dos. Parecía que decían:
“¡Para mí! ¡Serás para mí para toda la eternidad!”

Y luego estaba el Otro. El Otro Camino, el extraño, el que había permanecido oculto para Él hasta ese momento.

En ese, lentamente, Él que se levantaba del banco y en el rostro de Ella aparecía un rayo de desconcierto y de rabia. Ella le preguntaba que qué pasaba, y Él necesitaba un tiempo para tomar la decisión de contestar con un austero “Lo siento”, al tiempo que se iba, entre las blasfemias e injurias de Ella, que lo herían profundamente. Luego corría a su casa y se iba a llorar a su habitación. Una tragedia.
¡Había destrozado la vida de Ella! ¡La había condenado a su eterno exilio! Pues es sabido que en un desengaño amoroso, uno podía ser fuerte y fungir que no le duele, pero en realidad uno nunca llegaba a superarlo.

Pero eso causaba una grandísima brecha por la que entraba la luz. Una luz con la que ser feliz. Una luz con la que podría escribir, vivir, ser feliz... ¡Y probablemente encontraría a otra persona!

Con la primera, seguro que obtenía amor. Un amor enfermizo, sí, pero seguro y estable. Una vida condenada a tan solo una parte de la existencia. Él nunca se sentiría realmente satisfecho, lo sabía. Pero era más seguro...

En cambio, con la segunda, se tiraría de cabeza a un mar inmenso de tristeza en el que tendría que aprender a nadar. De hecho, Él creía que incluso podría ahogarse.
Pero al menos había esperanza.

La elección era clara. Reunió el valor.

Él ni siquiera oyó sus insultos y maldiciones.
Había escapado de la Gran Red.

© JoMateix
#LaGranRed