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El País de las Fantasías IV
La tenue luz ambiental nos advierte de que el crespúsculo está llegando. El aire sopla más fresco y la humedad del entorno llama al frío, que anda al acecho. Los chasquidos incesantes de las chicharras marcan el compás del ocaso de los soles. Se acomodan a la perfección con los alegres riachuelos que ríen en el devenir de su excitación. Saltan y cantan por las lomas de las colinas romas mientras visitan cada lago y lagunilla del páramo. Son las venas transparentes de los enormes y profundos corazones de agua. Latentes ojos claros que miran al cielo fijamente, como pozos sin fondo aparente. La belleza del lugar es ciertamente celestial. Todo parece dispuesto para deleitar los sentidos del mago. Él así lo comprende y se presta a bailar la danza en armonía como un duende. Se siente parte. La algarabía de esta abadía revosa estar llena de vida. Extrañas aves zancudas, de dos cabezas y tres largas patas, se mueven como en enjambre por las charcas. De pico corto y ganchudo, fino cuello de alambre, plumaje rojo y morado, se pasean por el lodo en busca de algún pez despistado. Sus huesudas patas se confunden entre los juncos de la orilla.
Más abajo y apartado, el ambiente está más sosegado, el aura es más calma. No se escuchan las chicharras atronar y los grillos afinan sus violines para recibir al disco lunar. Un enorme lago estoico impone la pausa...