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Querido Diario I
Lo mejor de mi día es levantarme y saber que pronto veré tu sonrisa. Cepillarme los dientes a las apuradas mientras me arreglo el cabello pretendiendo lucir bien. Elegir la indumentaria adecuada para ti. Lavarme el rostro para deshacerme de la cara de dormida por más que nunca funcione. Pero heme aquí, con la esperanza de tan sólo conseguir un beso tuyo y esa mirada que derrite el centro de mi corazón y desestabiliza mis piernas.

Apresuro el paso para llegar antes a la escuela y poder oír tu voz al menos todo un minuto completo. Cuando cruzo las puertas me acomodo el cabello nuevamente y plancho la arruguez de mi campera con las manos. Busco entre la multitud algún rastro de ti hasta que por fin te encuentro, de espaldas, charlando con un compañero. Mi pulso se acelera, mis ojos se desorbitan y me dibujo una sonrisa tímida. De pronto sólo somos tú y yo. Llego a tropezones a tu lado y aquí es donde se cumple mi deseo de todos los días: volteas la vista desprevenido, como siempre, o quizá ya sabes que se trata de mi, pero deseas pasarme por alto. Te saludo en la mejilla con un beso que, con mucha dificultad, logro separarme y preguntarte cómo estás. Entonces sucede aquello que tanto me conmueve: extiendes las comisuras de tus labios y las alzas, mostrando hermosos dientes blancos, y allí solo puedo suspirar silenciosamente.

Mi respiración entrecortada y la sensación candente en mi espalda anuncian que debo desviar la vista, o no resistiré más para atraparte el cuello y besarte.
El diálogo es corto y el timbre anuncia la entrada a los salones. Allí te despido con un roce de labios, dos o tres. Me regalas más sonrisas conmocionantes y bellas y me dices que me amas más. Discutimos por ello, pero aún no logras darte cuenta de que yo ya... no puedo dejar de pensarte.

No puedo. Ya no más.

Te amo.