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Caída del cielo
Luna. Calma. Oscuridad. Apagados todos los nichos de cristal en la faz del gigante de hormigón, testigo silencioso de la noche y del tiempo de trabajo vencido.

Cambio. Tungsteno y yodo: breve fulgor tornándose en perenne incandescencia. Vida dentro de las vigas y las paredes: tres cuerpos en anhelos desvelados. Entre dos hombres, un ángel caído, haciendo de nexo y extrayendo inexorablemente los gemidos de sus gargantas.

Aquel ser, antes celeste, y ahora de alas despojadas, se había visto forzado a vivir una vida terrenal y con el tiempo se había acostumbrado, ciertamente, a las vicisitudes de la vida en la tierra.

El inicio fue extraño y drástico, no cabe duda: un ser alado, habitante entre telares de nubes, sin sexo entre las piernas y desconocedor del deseo... siendo arrebatado de su manto de plumas y llevando acabo un aterrizaje forzoso en el que adquiriría un desconocido órgano entre los muslos que le haría sumergir la cabeza en el mar de los apetitos carnales.

Ciertamente, aquellos deseos y pensamientos habían sido la parte más desconcertante de todo el proceso. Añadir o perder órganos nuevos entraba dentro de lo esperable y previsible. Quizás era hasta evidente; al fin y al cabo, estaba acostumbrada a observar desde las alturas —y a veces con cierta extrañeza— a aquellos seres que se desplazaban a ras de suelo, usando las piernas.

Por el contrario, no tenía registro previo para aquellos nuevos anhelos; mucho menos, control. Sin estar preparada, halló una desbocada fiera de tormentos sobre la que no poseía ningún tipo de maestría. Y sus ideas, hasta ahora estructuradas y ordenadas, fueron pisoteadas por aquel espíritu indomable, que sobre sus zarpas recorría caóticamente los puentes colgantes de la sinapsis de su mente.

Intentó enjaular a la bestia, varias veces. Un anticuario, una biblioteca, una galería de arte. Cualquiera que fuese el sitio que probase a modo de jaula, acababa con las raudas y fuertes patas de la pantera destrozando el mismo a su paso. Un tortuoso comienzo del que le llevó tiempo salir.

Tras varios meses, encontró el sistema para entender y manejar la sombra felina de sus impulsos: adaptabilidad. La que fuese ángel logró moldear su mente, haciéndola más humana y dotando de un entorno adecuado a cada uno de sus pensamientos. Encontraría en su reflexión una espesa jungla, una húmeda, misteriosa y llena de presas a quien acechar: halló el mejor lugar para la pantera ansiosa de caza y carne.

Y una pantera no se avergüenza de cazar, no. Toma lo que es suyo con la boca, despojando sin piedad las vidas de las ingenuas ofrendas. Así era ella ahora en su particular jungla de hormigón: con un sexo en cada mano, se llevaba las generosas porciones de carne, fruto de su caza, hasta sus labios; incapaz de decidirse entre los dos exquisitos bocados.

El ángel inocente había desaparecido. Con uno de los miembros topando su garganta, dio las gracias por el embrujo que la bajó de las nubes y que le permitiría tomar con los labios de su boca y de su sexo el néctar del éxtasis que tanto adoraba extraer: la sangre blanca de sus víctimas.

Observándola desnuda, sobre los cuerpos yacientes y devorando los mismos, nada hacia sospechar que quedase algún remanente de su vida anterior; solo las cicatrices en sus omóplatos, el vago y lejano recuerdo de quien un día fue.

© M.K.