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Temblor destructivo
—¡Mamá, está pasando otra vez!— exclamó sollozando el pequeño niño, a la vez que corría a abrazar a su madre con el terror reflejado en su inocente rostro.

—Tranquilo, pequeño, mami está aquí contigo— trató la mujer de consolar a su hijo. —No pasará nada, mi pequeño. Sabes por qué está pasando todo. ¿Recuerdas la historia que mamá te enseñó?

La mujer decía esto, devolviéndole el abrazo a su hijo, deseando ella misma creer cada palabra de aquella historia que le había inventado al nene para tranquilizarlo. Nunca había deseado con más fuerzas que un simple cuento infantil fuera cierto.

—Sí, mami— le respondió su hijo con voz temblorosa. —El bebé Tierra tiene hambre y le rugen sus tripitas. Así es como sabemos los humanos que quiere comer. Por eso algunos le ofrecen sus casas, sus autos y todo lo que tienen para que bebé Tierra no llore. A veces se desespera, hace una rabieta y comienza a temblar todo, como ahora.

—Exacto, mi niño, así es. Bebé Tierra es como tú, a veces se pone gruñón y hace rabietas muy fuertes; igual que haces tú, mi vida, cuando tienes mucha hambre o mami demora en hacerte los espaguetis que tanto te gustan.

—¿Es por eso que a veces se come a la gente también, mamita? ¿Porque está desesperado?

—Sí, mi amor, es por eso. También porque algunos sienten lástima del bebé, porque está solo, y deciden irse con él para jugar.

—¿Se tragó a papi por eso, mamá?— La voz del niño ahora había adquirido esa fragilidad que provoca el estar a punto de llorar. —¿Papi ya no quería jugar conmigo y por eso se fue? ¿Prefería jugar con él?

—No, mi cielo, eso no fue lo que pasó con papá. Papá era un hombre muy bueno; se acercó demasiado a la boca de bebé Tierra porque no quería terminarse su comida y por eso, sin querer, bebé Tierra se lo tragó.

Cuanto más contaba aquella historia, conforme le añadía más detalles, más absurda le parecía. Pero, ¿cómo explicarle la verdad a un niño de tan solo 4 años? No hallaba cómo decirle que las generaciones anteriores, esas que se supone que tendrían que haber cuidado el planeta para que niños como él vivieran felices, habían arruinado todo.

La pequeña y frágil mente de un niño no sería capaz de entender cómo la ambición había arruinado al mundo.

Primero fueron las extracciones de minerales preciosos; su valor era cada vez más alto en el mercado, así que los trabajos mineros aumentaban en ritmo y frecuencia. Conforme se fueron agotando, las excavaciones fueron más profundas, las explosiones más grandes, la devastación mayor.

Y la Tierra protestó por primera vez. Tembló, se agrietó y respondió al abuso abriendo grande su boca y tragando cuanto encontró a su paso.

Entonces, muchos lo supieron: era una guerra entre los seres humanos y el mundo natural. El fin del mundo estaba aquí. Ellos, preocupados por que las cosas empeoraran, dieron advertencia. El hombre tenía que dejar de hacer daño al planeta abusando de sus recursos. Pero la mayoría no escuchó. La sed de poder y riquezas era más fuerte.

Pasaron los años y estos se convirtieron en décadas. Nuevos inventos, nuevos métodos, nuevas formas de explotar la Tierra: represas donde acumular el agua, extracción de petróleo y gas, producción de energía geotérmica, construcción de superestructuras... y un largo etcétera.

La competencia por ver quién dominaba cada uno de estos mercados estaba fuera de control. Todos querían más dinero, más atención sobre sí mismos. "Gobernar el mundo", decían. Creían tener el derecho y la capacidad, pero era obvio que carecían de ambos.

Luego de tantos años, el planeta parecía harto de tanto abuso. ¿Su respuesta? Terremotos, cada vez más grandes, cada vez más frecuentes, cada vez más letales.

Todo eso pensaba aquella madre, preguntándose cómo hacérselo entender a aquella mentecita tierna. No, no había manera. Así que se sentía orgullosa de haber sido capaz de inventar el mito aquel para proteger la inocencia de su pequeño hijo.

Lamentablemente, ella no era la única. Miles de madres se enfrentaban al mismo problema. Algunas, tenían hijos más grandes y podían decirles todo con claridad, decirles lo que en realidad estaba pasando, inculcarles que debían ser diferentes.

Solo había un problema con eso: ya no servía de nada. El fin del mundo había llegado y no había nada que los seres humanos pudieran hacer para evitar que la vida, tal como la conocían, dejará de existir.

—Mamá— habló de nuevo aquel pequeño, —me parece que bebé Tierra está comiendo demasiado. Se va a enfermar.

Sí, su hijo tenía razón; cada vez eran más frecuentes e intensos los terremotos. Habían pasado de ocurrir varios en el mismo mes, a ocurrir muchos en la misma semana; a veces, incluso dos o tres en el mismo día. La destrucción que dejaban tras de sí era más y más grande y ella sabía que, tarde o temprano, sucedería lo inevitable... todos iban a desaparecer.

Por donde miraras, la escena deprimía: una gruesa capa de polvo cubría todo y viciaba el ambiente, los árboles ya no estaban, edificios destruidos, vehículos de toda clase atrapados en las enormes fisuras del suelo... Solo existía una palabra capaz de describirlo: destrucción.

La ciudad entera apestaba y no era para menos; por doquier había cadáveres sin sepultar. Es que era imposible hacerlo, porque eran demasiados. Familias enteras quedaban atrapadas bajo sus casas cuando estas caían.

Podías oír a lo lejos los llantos de niños, que a veces eran solo bebés, así como el clamor por ayuda de personas atrapadas entre escombros. Al principio, la gente corría para intentar ayudarlos, llorando al escuchar el quejido de los infantes. Ahora, todos los oídos se habían vuelto sordos y los corazones, insensibles. Ya nadie acudía a ayudar.

Los pocos que aún quedaban vivos, parecían zombis vagando por las calles, corriendo a refugiarse cuando se sentía la tierra comenzar a vibrar, yendo desesperados a buscar comida entre las ruinas luego del sismo y, muchas veces, sepultados entre las mismas porque mientras estaban en medio de su tarea, ocurría un terremoto más.

¿Irse de la ciudad? ¿Para qué? No serviría de nada. Antes de que las comunicaciones se interrumpieran, los canales de noticias lo habían dejado claro: era una situación mundial. No quedaba de otra que resignarse.

Entonces, mientras aquella mujer pensaba en todo esto abrazada a su hijo, ocurrió. Un fuerte temblor sacudió todo y de alguna manera lo supo: aquel no era solo un terremoto, era el terremoto. Cerró los ojos, apretó con más fuerza a su criatura, y esperó con certeza el fin... El fin del mundo.
© Elizabeth Martiartu