Kuiyabah no era más que un pequeño asentamiento en medio del desierto. No había casas, sino más bien tiendas de campaña. Las personas estaban recién comenzando una nueva vida llena de ilusiones y grandeza; querían convertir su pequeña población en una ciudad importante para el comercio de telas.

Kuiyabah apenas llevaba cinco años cuando una noche cualquiera, el líder había soñado que una familia de su creciente nación nacería una niña más hermosa que el sol. Esta criatura sería la mismísima diosa Najamura.

A la mañanas siguiente, cuando aún el sol no aparecía, gritó desde la entrada de su carpa que de entre ellos nacería la gran diosa y que traería paz y prosperidad a su pueblo. La gente salió de sus pequeños hogares llorando y clamando para que así fuese.

A los pocos meses de aquella profecía, un hombre cualquiera gritó a viva voz que su mujer estaba esperando un bebé, haciendo que todo el mundo estuviera expectante.

A los nueve meses, y luego de un parto natural, el padre, la madre y la partera tuvieron que cerrar sus ojos. Ya que la niña que había nacido su rostro brillaba más fuerte que el sol. Así que a duras penas el padre busco una tela para cubrirle su rostro. En ese mismo instante el rostro de la bebé dejó de brillar.
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