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Capítulo 3: "El primer beso."
[Narrador omnisciente]

Luego de verse por primera vez, aquellos dos no podían olvidarse el uno del otro. Era como si el resto del mundo hubiera dejado de existir, para dar paso a un espacio en donde solo cabían ellos dos.

Pero entonces, la crianza de ambos venía a arruinarlo todo.

Cristina vivía con el pánico constante a la reacción de sus padres. Aquella película que había marcado su vida, había tenido un final feliz. Cierto. Pero era una ficción en la que los padres de la protagonista la habían criado con ideas progresistas. Era una ficción que distaba mucho de su realidad: sus padres le inculcaron ideas racistas, la enseñaron a sentirse superior, trataron de grabar en su cerebro que las personas de otras razas carecían de valor alguno; tanto así, que hasta tenerlos como amigos era una pérdida de dignidad.

Las pocas veces que ella se había atrevido a manifestar su oposición a esas ideas, sus padres se habían enojado muchísimo. La última vez, le dejaron en claro que no podría seguir viviendo bajo su techo si continuaba aferrada a esa estupidez de pretender que todos los seres humanos son iguales. No es difícil imaginar cómo se siente una joven de 16 años al oír algo así de boca de sus progenitores. Tal fue su miedo, que a día de hoy, 2 años después, nunca más había compartido con alguien de su círculo ninguna de sus ideas.

Sin embargo, desde el día en que vio a aquel joven... cada vez le importaba menos lo que pensaran los demás. Le daba igual las consecuencias que pudieran tener sus actos. Poco a poco iba descubriendo rasgos de la personalidad del chico que la hacían sentirse cada vez más atraída, cada vez más segura de querer estar con él.

No había sido nada fácil acercársele; era evidente que su mente estaba moldeada con prejuicios de la sociedad y, tal vez, hasta había sido educado con ideas similares a las que sus padres le enseñaron a ella. Pero no estaba en el ADN de la chica rendirse fácilmente. Así que se dio a la tarea de ganarse la confianza del huidizo muchacho.

Luego de casi un mes de intentarlo, logró que él le dijera su nombre. Su acento se le hacía tan adorable... solo la dejó con una creciente curiosidad que trataría de saciar por todos los medios. Se dio a la tarea de investigar sobre su origen y descubrió con curiosidad cuán diferentes eran sus culturas.

—Hola, Romadji— era el rápido saludo que la joven le dedicaba cada vez que pasaba cerca de él. A su vez le regalaba su hermosa sonrisa.

Él solo se limitaba a hacer un gesto con la cabeza y a suspirar en secreto. ¡Cristina era tan bonita! Además, era la única que le dirigía la palabra en aquel lugar para algo que no fuera una orden o una notificación de que alguien había hecho algún desastre en los baños. Era dulce y cortés también con su amigo indígena y la verdad es que su trato hacia todo el mundo era igual de educado. Ella no lo discriminaba como hacía el resto; al contrario, buscaba constantemente la manera de hacerse cercana a él.

Romadji comenzó a soñarla. En sus sueños, le devolvía el saludo, le sonreía también y tenía el suficiente valor para quedarse hablando con ella durante un rato. Pero sus sueños siempre se convertían en una pesadilla recurrente: su padre aparecía para separarlo de la chica y recordarle que él era indigno de acercarse a ella.

Con el pasar del tiempo, los compañeros de clase de Cristina comenzaron a darse cuenta de su interés por el conserje negro. Vieron con horror cómo ella pasaba cada vez más tiempo charlando con él entre risas y se extendió el rumor por toda la universidad. La joven estaba asustada; muchos de los profesores conocían a sus padres. Era solo cuestión de tiempo antes de que ellos también lo supieran.

Lejos de olvidar aquello y alejarse del muchacho, tomó una decisión: si ellos la iban a condenar, no iba a permitir que fuera por un simple intercambio de saludos. Esa misma tarde, decidió enfrentar a Romadji y decirle lo que sentía.

Esperó pacientemente sentada en su aula la hora en que la universidad estuviera vacía y el chico tuviera que venir a hacer limpieza. El muchacho se quedó paralizado en la puerta al verla a ella allí sentada. Murmuró una disculpa atropelladamente y dio media vuelta para salir del lugar.

—¡Espera!— le dijo la joven poniéndose de pie y caminando hacia él. —En realidad, quiero hablar contigo, Romadji.

—Señorita, yo...

—Por favor, no me digas así. Mi nombre es Cristina, lo sabes. Llámame por mi nombre.

— Eso no sería correcto— dijo él sin atreverse aún a levantar la cabeza y mirarla a los ojos.

—¿Ni siquiera si yo te lo estoy pidiendo de favor?— replicó ella. A la vez que alargaba la mano hacia la barbilla del chico, añadió: —Romadji, mírame, por favor. Anda, veme a los ojos.

Tras unos segundos de duda, el joven se animó a hacerlo. Sus miradas chocaron de lleno. Sus mentes se olvidaron de todo lo demás y la conexión entre ellos fue tal, que fue inevitable la llegada de aquel tierno beso en los labios que iniciaron los dos.

Cristina besaba con ansiedad, como si llevara toda la vida esperando por este momento. A Romadji se le antojaban dulces los labios de ella, el manjar más exquisito y delicado que había probado alguna vez. Mientras más la besaba, más hambre de ella tenía. Pero...

—¡No, esto no está bien!— exclamó a la vez que la apartaba bruscamente. —Tú y yo... está prohibido. No debe pasar.

—¿Prohibido por quién? ¿Por idiotas ignorantes que no saben lo que es el amor verdadero? Eso es absurdo.

—No, no lo es. Sé que tienes el derecho de elegirme, porque eres mujer. Según mi cultura, así debe ser. Pero sigue estando mal. Somos diferentes.

—Ante todo, ambos tenemos el derecho de elegirnos. Tú eres tan libre como yo de decidir si quieres que estemos juntos. No quiero que estés conmigo solo porque una cultura dice que tú debes acatar la decisión de la mujer que te escoja. Y ese beso, Romadji, la forma en que tú me besaste me acaba de decir que quieres estar conmigo, que también me quieres. Pero aún así, te lo preguntaré: ¿quieres que estemos juntos y seamos una pareja?

—Yo... yo... te quiero. Pero está mal. Somos diferentes— dijo él mirando alternativamente su propio brazo y el de la chica. Ella comprendió por fin que se refería al color de su piel.

Cristina sabía que esto pasaría y que sería muy difícil convencerlo de que no era un pecado que estuvieran juntos. Miró con desesperación a su alrededor en busca de las palabras precisas que le ayudaran a hacerle entender. Entonces, vio algo que le pareció la explicación perfecta.

—Romadji, ven— le dijo entrelazando sus dedos a los suyos y guiando sus pasos. —Quiero mostrarte algo. Quiero que mires con atención.

La chica apagó la luz y encendió el proyector del aula. La luz del aparato se reflejó directamente en la pared que tenía enfrente. Ella lo guio hasta que ambos quedaron entre la luz y el muro.

—Mira allí— dijo la chica señalando la silueta de ambos que se había formado sobre la blanca pared. —¿Qué ves?

—Es nuestra sombra.

—Exacto. ¿Y de qué color es tu sombra? ¿De qué color es la mía? No hay diferencia entre ellas, ¿cierto? Ambas son iguales. Nosotros somos iguales, porque en realidad somos del color de nuestra sombra.

Calladas lágrimas rodaban por las mejillas de Romadji. Lágrimas de alivio, de emoción, de esperanza. Lágrimas de felicidad ante haber hallado, al fin, una solución a sus batallas internas. Por fin podía ver que no estaba mal que se amaran, que quisieran estar juntos. La miró agradecido.

—Quiero— le dijo ella con dulzura, —que recuerdes siempre esta imagen. Y cada vez que vengan dudas, que alguien quiera separarnos por tener razas distintas, que intenten hacernos sentir que no podemos estar juntos... cada vez que eso pase, quiero que recuerdes el color de nuestra sombra.
© Elizabeth Martiartu


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