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Un desastre pasado de cielo
Es un desastre, un auténtico y completo desastre, me desorbita.

¿Os imagináis al ave que por fin escapó de su jaula y pudo volar de verdad? Pues así estaba yo, en serio, a mis anchas en cielo abierto. Vuelos panza arriba, vuelos panza abajo, a la izquierda, a la derecha, de costado, en espiral, zigzagueando… Todo ser en plenitud y ¡pum!, choco con ese gran volumen (y no me refiero al corporal).

¡Ouch! ¿Pero cómo…? ¿Qué hace un hipopótamo en el cielo? ¡Y en mi cielo!, gruñí mientras miraba alucinada el aletear de sus diminutas orejas, a unos tres tiempos luz, para lograr mantenerse
en el aire. Impresionante.

“Bueno, ya se irá”, pensé, “o caerá…”. Y seguí mi camino.

Aquel día estaba excesivamente despejado y olía a nubes de flores. ¿Las habéis visto alguna vez? Son preciosas, por lo que fui a
recoger miles de ellas para anublarlas. Iba cargadísima, el gigante ramo me cubría los ojos y no podía ver con claridad. Aunque tampoco importaba mucho, ¿qué más daba?, era mi cielo y estaba despejado. O eso creía yo hasta que sentí el huracán… “¡Achús!”

Un estornudo. Un solo estornudo y dinamitó todas mis flores.

“¿No tienes otro sitio por dónde volar? ¡Qué el cielo es muy grande! ¡Mira!”. Solté los cuatro tallos que me quedaban en las
alas y las extendí para mostrárselo. Él sonrió y yo giré para ver qué cosa tan graciosa de todo aquello le hacía sonreír. Entonces descubrí la inmensidad como jamás la había podido imaginar… ¡estaba llena de pétalos de colores!

Vale, reconozco que me maravilló, ¡pero me fastidió mis nubes de flores!

Casualmente, mi estado originó una de esas tan dulces y esponjosas. “Mmm… es fabulosa para moldear y crear al menos
la quincuagésima octava maravilla del mundo”. 1459 horas y un infinito dediqué a esa pequeña. Tan solo le faltaba un granito de arena para darle un toque espectacular, pero claro, no me atrevía a
abandonar aquel lugar sabiendo que el hipo volaba por los aires.

“Se lo pediré a él”, ideé, “y así, mientras va y viene, me baño relajadamente en los mares de la sexta luna”. Tal cual hice.

A los dos días empezaron a temblarme hasta las pestañas. Ni siquiera sabía desde dónde provenía el ruido hasta que cruzó el pasillo de la tercera galaxia, a la velocidad de lo imposible, cargando el meteorito más grande que había encontrado en el universo.

“¡Traigo el granito, corazón! ¡Lo lanzooo!”
“¡¡¡Nooooooo…!!!”

Para qué contaros más…

La cosa es que no sé qué clase de elementos químicos portaba aquella gran roca o qué conjunción de factores hicieron reaccionar mi obra, pero en un proceso citoplasmático aéreo se crearon
cientos, o miles, o millones de soles. Por supuesto, no se me ocurrió pararme a contarlos, ¡iluminaban todo el cosmos! Uf, nunca había visto nada igual. Claro que cuando miré hacia abajo tampoco… ¡La Tierra ardía!

Ay dios, esto tenía que solucionarlo y urgentemente. Salí disparada y comencé el ritual de “Que llueva, que llueva, la virgen de la estrella…”, algo así como el cántico, pero sin cueva, sin rotura de cristales y a danza vuelo. Requiere de mucha destreza realizarlo, ojo. Sin embargo, algo no estaba funcionando como de costumbre, ¿qué fallaba?

De nuevo lo vi a él y, esta vez, a su enorme boca. Cada vez que empezaba a llover iba a beberse el agua. Ni qué deciros de la
rapidez con la que volaba de un lado a otro para no perder ni una gota, ¡era increíble! El problema es que mientras más volaba, más sed tenía. Y mientras más sed tenía, ¡más bebía!

“¡¡¡PARA!!!”

No pude más, lo agarré de mi diminuto pico y lo lancé por el agujero negro más grande que existía. “Se acabó”, pensé.

Aunque poco me duró el pensamiento. Su llanto alcanzaba los confines, las estrellas comenzaron a parpadear y la lluvia caía desde todas y a todas partes, apagando también con sus lágrimas el
fuego. Por un momento me sentí aliviada, había salvado al planeta. Pero por otro, no cesaba de llorar, ¡iba a inundarlo!

Tras una corta y casi imperceptible decisión, salí en su busca y, de
entre todas las posibles e innumerables formas que había para calmarlo, ¡le di un beso! Pero no un beso cualquiera, le di… “el beso”.

Ese beso nos trajo de vuelta. De vuelta a nuestro cielo.

Ahora de vez en cuando baja a su charca a descansar -lógico con ese volumen- mas yo le acompaño. A decir verdad, porque no me fío mucho de él, ¿y si ese culo gordo necesita un empujón para subir? Pues eso.

Y es que os lo he dicho, es un desastre, un auténtico y completo desastre, a lo
grande y con todas sus letras. Pero nunca jamás en la vida, había visto un desastre tan bello…

© Flora Rodríguez