Dormía su eterno sueño entre el polvo del desván. Yacía olvidado en la más oscura esquina, sintiéndose tan  pequeño e inútil como nunca antes.
Extrañaba el llanto de aquel chiquitín al que había acogido con calidez y confort: ya no tenía sus pequeños gorjeos, ni los plácidos suspiros que lanzaba dormidito, ya no más sus diminutos piecesitos golpeándose juguetones... ni siquiera aquel tibio charco que lo bañaba a veces cuando mamá le daba a su bebé demasiada agua en la noche y ocurría lo inevitable.

Ahora todo era espera sin fin y soledad, porque su niñito había crecido tanto, que ya no cabía en él. La humedad del silencio lo carcomía despacio, entumeciendo sus muelles, volviéndolos resecos y chirriantes.

Había oído a lo largo de su existencia de finales tristes tras vidas de ensueño. Mas uno nunca piensa que le va a ocurrir... hasta que ocurre. En su gastado forro ya no se distinguía el color de sus líneas, ni era su relleno blando y mullido como ayer.

Todo había acabado para él. No era más algo especial para la familia. Su única compañía ahora eran las ratas y otros bichos que llenaban el trastero. Y dolía. Dolía tener que resignarse a no ser más que el viejo colchón de cuna.
© Elizabeth Martiartu