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En el silencio de sus ojos habita una sosegada ternura
Dicen que la ternura tiene cierta semejanza con el asombro más lívido de la existencia. Dicen, de igual forma, que la ternura es como un corazón empozado en un sueño o como un rastro muy profundo e indeleble de vida. Dicen que ella se encuentra, además, en cada brizna de yerba o en cada hoja de otoño que surca los insospechados y oníricos universos del aire. Pues bien, en lo que atañe a tales figuraciones sobre la ternura, hemos de decir que aquel pequeño gato gris que se ha escapado de su casa en la mañana, está acostumbrado desde hace mucho tiempo atrás a contemplar dicha manifestación de afecto en sus más laberínticas e insospechadas facetas. Claro, en la dulce insalivación de las texturas de la vida, la luz que se filtra entre las ramas de los árboles bajo las cuales nuestro querido gato gris pasea, baila un dulce, repentino y encantador vals. Un vals en donde tremolan misticidades diversas y la metafísica y distintiva incoherencia de un infinito piélago de sombras. Un vals y también un cantico de libidinosa secuencialidad en el cual tiene lugar la aventura de un suspiro existencial y una ligera y engañosa rasgadura en medio de la realidad.



Y es que, a todas estas, es nuestra obligación aclarar que los gatos grises, aun perdidos en medio de un denso y desconocido bosque, saben mucho acerca de rasgaduras y de otras heridas en la misma configuración de la realidad. Saben, asimismo, que el camino que habrá de tomar el perfume de una flor, en el aire, conducirá siempre al azar, es decir, a la vida. Saben que nada hay más real para el verde soberbio de una hoja que el rocío, y nada más fantasioso para ella que la misma brisa que la circunda. Saben, desde luego, que la brisa le trae secretos al río del lugar de donde él añora morir. Saben incluso que no hay melancolía más profunda que la de las hojas que aún no caen del muy probablemente frondoso y octogenario árbol que las sostiene, y en él, sin embargo, gritan ante una brisa procelosa y profunda su afán irreductible de libertad. Aquel gato gris, por supuesto, sabe todo aquello, pero lo guarda en el más insondable de los silencios. Lo guarda para sí mientras se recuesta junto a un lago tras sentir pasar la brisa. Es un hecho muy sencillo. Simple y llanamente hay almas que, en su sabiduría, deciden descansar sobre el embrujo del inicio del otoño, para de esa forma poder percibir todas las estaciones de la existencia.

© Miguel Ángel Guerrero Ramos