Me retiro
En los pliegues de la vida, donde el tiempo se desvanece y las sombras se alargan, existe un hombre que se retira. No es un adiós, sino un paso atrás, una pausa en la danza frenética de los corazones.
Este hombre, con la mirada cansada y la sonrisa gastada, ha aprendido a valorarse. Se da su espacio como quien se aparta de la multitud para contemplar las estrellas. No busca la aprobación de otros, ni se aferra a las promesas rotas. Ha descubierto que su valía no depende de las palabras dulces o los gestos efímeros.
Y ella, la mujer que no le hace caso, es un enigma. Sus ojos esconden tormentas y sus labios, silencios. Él la observa desde la distancia, como un navegante que divisa una isla inalcanzable. Pero no se aferra. No mendiga su atención ni ruega por migajas de afecto.
En las noches solitarias, cuando la luna se refleja en las aguas quietas, él se retira. Se aleja de las promesas incumplidas, de los abrazos que nunca llegaron. No es cobardía, sino sabiduría. Ha aprendido que el amor no se implora, sino que se cultiva en el jardín secreto del alma.
Quizás ella nunca sepa de su retirada. Quizás nunca descubra que él se ha dado su espacio, que ha encontrado su valor en la quietud y la renuncia. Pero eso no importa. Porque este hombre, con el corazón sereno y la mirada fija en el horizonte, ha aprendido a amarse a sí mismo.
Así, en el silencio de su retiro, se convierte en un faro para otros navegantes perdidos. Su luz no es deslumbrante ni llamativa, pero guía a aquellos que también buscan su propio camino. Y aunque ella no le haga caso, él sonríe. Porque ha descubierto que el amor más profundo es aquel que se da sin esperar nada a cambio.
Me retiro, dice el hombre al viento. Y en su retirada, encuentra la libertad y la paz que tanto anhelaba.
©Ronald Iriarte
Este hombre, con la mirada cansada y la sonrisa gastada, ha aprendido a valorarse. Se da su espacio como quien se aparta de la multitud para contemplar las estrellas. No busca la aprobación de otros, ni se aferra a las promesas rotas. Ha descubierto que su valía no depende de las palabras dulces o los gestos efímeros.
Y ella, la mujer que no le hace caso, es un enigma. Sus ojos esconden tormentas y sus labios, silencios. Él la observa desde la distancia, como un navegante que divisa una isla inalcanzable. Pero no se aferra. No mendiga su atención ni ruega por migajas de afecto.
En las noches solitarias, cuando la luna se refleja en las aguas quietas, él se retira. Se aleja de las promesas incumplidas, de los abrazos que nunca llegaron. No es cobardía, sino sabiduría. Ha aprendido que el amor no se implora, sino que se cultiva en el jardín secreto del alma.
Quizás ella nunca sepa de su retirada. Quizás nunca descubra que él se ha dado su espacio, que ha encontrado su valor en la quietud y la renuncia. Pero eso no importa. Porque este hombre, con el corazón sereno y la mirada fija en el horizonte, ha aprendido a amarse a sí mismo.
Así, en el silencio de su retiro, se convierte en un faro para otros navegantes perdidos. Su luz no es deslumbrante ni llamativa, pero guía a aquellos que también buscan su propio camino. Y aunque ella no le haga caso, él sonríe. Porque ha descubierto que el amor más profundo es aquel que se da sin esperar nada a cambio.
Me retiro, dice el hombre al viento. Y en su retirada, encuentra la libertad y la paz que tanto anhelaba.
©Ronald Iriarte