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El extranjero
Yo intenté evadir los desmanes de un burgomaestre que cohonestaba su régimen por medio de proclamas. Éste desfogaba su lujuria consumando el avance contra su hija. Fui sancionado al ostracismo, tras la amenaza de desenmascarar al transgresor y de conducir el país a la sedición.
Cabalgué por los recodos de un bosque nevado, depositario de sabandijas y flora excéntrica, y cuyo terreno concebiría narraciones para la fábula. Comprobé la ausencia de abrigo en sus alrededores al no aplacar la pesantez del viaje.
Mi establecimiento defintivo sería el caserío indiferente a la regencia de turno.
Hallé morada en los arrabales y a la vera de un lago que prometía albores en la primavera. Los lugareños me refirieron la naturaleza maldita del lugar, predilecta para los ritos de una sociedad aprensiva. Opuse tal falacia con un gesto de desdén.
Habiendo guiado el rumbo a mi estancia, los custodios del emblema de San Bartolomé capitalizaron voces al unísono, recreando otra presencia vocal avasallante. Interrumpieron el cortejo para asentarse al pie del ventanal. Yo acerté el rasgo de la seda en las blancas zamarras. El preste —distinguido por vestir la dalmática—, animado por honrar su fe, concertó la ordalía mientras con el dedo índice atinaba el interés de la mofa.
Yo adolecí el tormento del extranjero.

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