...

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La Gran Red
Una red se extiende
hoy a mis pies.
Todo y todos lo que
la vista alcanza es mío.
Pero lo que es aún mejor,
es que ellos no lo saben.

No, no conocen
la gran telaraña que
he tejido durante
tantos años.
¡Hoy en ella están enredados,
y tanto que ni intentan salir!

Tan invisible es,
tan secreta y remota, que los pocos
que la quieren romper
creen ver, con asombro,
que su mano solo atravesó
hilos invisibles, imaginarios.

En realidad,
es su mano la que no existe.
Es su ser, su alma, su
voluntad la que está truncada,
que gustosamente me entregan
todas ellas, mis presas.

Sin embargo hay unos pocos
con unos buenos sentidos
y una mano
suficientemente fuerte.
Son los intentos del Dios preso
por liberar a su creación.

Aquéllos ven, y saben
que mis hilos existen.
A veces, cuando alguno despierta
me asusto, y pienso:
“¿Conseguirá despertar este
a todos los demás?”

Así que espero, paciente
como perro asustado,
y oigo sus gritos
agonizantes, revolucionarios.
Creen que no
pueden escapar.

Y algunos, ante tan
triste panorama,
se vuelven a dormir.
Pues creen mejor el sueño
que mi sedante ofrece.
¡Oh estupideza humana!

Pero algunos luchan, forcejean.
Se revolcan en mi telaraña y
la rompen. Caen,
y se hacen algunas heridas.

Es un gran océano,
un gran planeta de agua.
Con una pequeña parte
de tierra firme,
caen, la mayoría,
en el mar sin saber nadar

“¡Esto es el infierno!
Creí seguir los pasos
de la verdad.
¡Maldita mi cordura
que me entierra en esta
tristeza inmensa!”

Así lloran aquéllos
que allí llegaron, siguiendo
el canto de un poeta.

De los Caídos (así los llamo),
algunos trepan por el gran árbol
donde está mi Gran Red,
buscando el sueño que
yo les ofrezco.

Sin embargo, lo más honestos
se quedan un tiempo.
Algunos se ahogan,
pero los que viven,
aprenden a nadar.
De hecho, a algunos les gusta tanto,
que nadando se quedan.

Y pasan años, a veces décadas,
cuando en algún momento,
oyen algo.
Un canto, como de sirena,
pero distinto a aquellos seductores
cantos de asesinas griegas.

Y van. No pueden evitarlo
Y a medida que se acercan,
una pequeña isla aparece.
“¿Qué es eso?” - se preguntan.
No saben lo que es
la tierra firme.

Y encuentran esa isla, llena
de poetas, cantores y trovadores.
De filósofos, científicos y escritores.
Ése es el paraíso
que este Dios, mi preso,
creó para ellos.

No suponen, casi nunca,
ningún peligro.
Pero hay un problema.
Últimamente hablan
con aires revolucionarios.
Están tramando algo.

Sí, es un gran plan
para cortar la telaraña,
mi querida telaraña.
“¡Si no los despertamos,
haremos que caigan!”.
- gritan todos ellos.

Entonces vienen, y empiezan
a cortar, con afilados cuchillos,
los gruesos hilos que tejen
mi Gran Red.

Y cantan, y gritan.
Muchos despiertan,
y todos empiezan,
uno tras otro, a caer.
“¡Oh, no! ¡Mi comida!”
pienso aterrorizado.

Pero me quedo quieto,
y no hago nada.
No sé por qué, pero
siento que no puedo.

Y caen cada vez más,
y se oyen cada vez más,
y más, y más, sus cantos,
sus versos y sus gritos.

Ya se revuelcan,
ya sus brazos son libres,
¡por fin!
¡Por fin este pueblo preso
pudo librarse de sus cadenas!

Todos han caído ya.
Son un pueblo libre.

Pero queda algo.
Su Dios, que tengo preso,
los mira, detrás de las rejas,
con orgullo, como un padre.

Y todos lo miran.
Por fin lo ven. Ven
su rostro lleno de amor.
Ven en sus ojos las estrellas
y los abismos del mundo
al que eran ciegos

“¡Oh padre nuestro!,
¿cómo te sacaremos
de esta prisión?”
Gritan todos,
entre gemidos y
sollozos.

Pero él los mira,
y sereno y orgulloso, dice:
“¡Oh humanos!
¡Yo os creé por entretenimiento!
En el vacío me aburría,
y decidí crear algo.

»Pero veo en qué
os habéis convertido.
Ya no me necesitáis.
¡Y cuánto me apena!
Pero ha llegado el momento
de que partáis.
Además, no podríais sacarme
de esta prisión de lógica.

»Partid, y buscad
un nuevo sol que os dé calor
mejor de lo que lo he hecho yo.
Ahora, os espera la noche.
¡Que vuestros cantos y vuestros versos
os sirvan de abrigo!
Cualquier fuego, en tiempos fríos,
se agradece.”

Así les aconsejaba el Dios.

“¡Oh padre, cuánto te queremos!
Y aunque nos entristece, confía.
Confía en tí, y en nosotros.
Prometo que encontraremos
un nuevo sol. Y si no,
seremos nosotros el nuestro.
¡Adiós, amado padre!
Tu pueblo te saluda”.

Y así caminan, porque partieron.
Son un pueblo triste,
puede que condenado.
Porque sí, a veces temen
que nunca llegue el día
de la Tierra Prometida.

Pero tienen esperanza.
Es ese fuego que arde en su interior,
es lo que los hace distintos de las piedras.
y eso es lo que los hace libres.

© JoMateix
#LaGranRed