...

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El visitante
Hoy vino a saludarme un viejo amigo,
el fantasma que en sombras se oculta,
sin nombre, sin rostro, su frío testigo,
me arrastra al abismo, donde mi vida se sepulta.

Se deslizó como el viento en la noche,
trayendo consigo los ecos del ayer,
en sus ojos vacíos, vi todo reproche,
el dolor de lo perdido, lo que nunca pude tener.

“Recuerda,” susurró, “cada herida, cada adiós,
los días que el sol olvidó iluminar,
las palabras ahogadas, el llanto feroz,
los sueños que en polvo te vieron desfallecer.”

Me mostró un sendero que nunca florece,
donde mis pasos se hunden en un lodo cruel,
cada error, cada giro, cada desdén,
construyen un muro que crece sin tregua en mi ser.

“Tu vida,” dijo, “es un jardín desolado,
donde las flores nunca alcanzan la luz,
y en cada rincón, un abismo te ha llamado,
pronto caerás, sin que nadie note tu cruz.”

Intenté hablar, quise gritarle al vacío,
pero mis palabras se ahogaron en el pecho,
pues en su eco frío hallé el destino,
y sentí en mis venas el peso de un futuro deshecho.

El fantasma sonrió, una mueca sin alma,
como si mi tormento fuera su único placer,
en su risa amarga, mi única calma,
y comprendí que mi miseria era su querer.

“Al final,” murmuró, “somos sombras sin dueño,
espectros de lo que nunca podremos ser,
y tú, pobre desgraciado, perdido en tu sueño,
danza en este ciclo de infierno sin fin, sin poder.”

Y así me dejó, en la penumbra de mi cuarto,
con el peso de su visita, su cruel realidad,
mientras la noche devoraba mi alma en su abrazo,
entendí que el abismo era yo, y yo era la soledad.

Así, en este naufragio de sombras y duelo,
me pierdo en un mar que no conoce el perdón,
cada día, cada noche, el fantasma regresa,
para recordarme que en mi vida no hay salvación.