...

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Pena aguada
La enterraron muy profundo bajo el mar
en una tumba de perlas, nácar y coral,
pues si se quedase en tierra firme
inundaría con sus lágrimas la ciudad.

Remplazaron con digna sepultura
el hogar que no le supieron dar.

Ilusos, creyeron silenciarla,
pero ni el océano
pudo contener tal visceralidad.

Desde su marino mausoleo,
tomó el control de las aguas,
e hizo brotar sus lágrimas
en los ojos de todo mortal.

Sus suspiros, ligeros pero punzantes,
se abrían paso hasta la superficie
y como flechas, herían en el corazón.

Corazones que morían de sed,
pues ella amargaba los ríos con angustia,
envenenando a cualquiera que osase beber.

La pena que enterraron,
lloró mares aún no conocidos,
cuyas aguas corrieron violentas y turbias.
Agitadas olas sin rumbo galoparon libres
y devastaron en su nombre la ciudad.

Si la hubieran mirado,
si la hubieran entendido,
si la hubieran escuchado...

Era lo único que necesitaba
para marchar en paz.