...

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El último cincelado de nuestro amor
En aquella noche, cuando me recliné sobre tu hombro,
no fue un simple acto,
fue el último toque del escultor,
el último cincelado en una obra que se desmoronaba.

Al entrelazar nuestras manos,
no sentí un vínculo eterno,
sino la fisura en un mármol,
una grieta en la piedra que anunciaba la separación inminente.

Tus ojos, que antes eran faros en la penumbra,
se apagaron como luces en una galería vacía,
dejándome en un espacio donde el tiempo se desvanecía,
y tu presencia, que antes fue mi guía,
se convirtió en un eco de estatuas rotas, inalcanzables.

Cuando rozaba tu pierna aquella última vez,
no sentí la chispa del deseo,
sino el frío de un mármol helado,
un deseo tallado en piedra,
dejando solo fragmentos de lo que fuimos.

Aquel momento, breve y eterno,
no es un tesoro, sino una escultura incompleta,
una pieza inacabada en la galería del tiempo,
donde cada giro revela el amargo recordatorio
de lo que jamás será.

Te amé con la pasión de un escultor que da forma a su obra maestra,
y aunque la noche fue corta,
mi deseo es que no haya más estatuas que tallar,
como una obra que se oculta para no ser concluida.

Quise compartir contigo cada latido,
pero el destino, implacable, nos negó incluso el consuelo de una última obra maestra,
y ahora, mientras relato lo que una vez fue,
solo puedo decir, con el corazón en ruinas,
que compartí un instante con la figura
que más amé en el universo,
sabiendo que nunca volveré a moldear tu presencia.