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Caricia inadvertida
No sabría muy bien explicar por qué, por más que lo pensara o lo racionalizara… Lo único que sé, es que sus ojos, en esos instantes, eran primavera, una escena de fondo y forma claramente predispuesta para encender una vida o para darle ritmo a los latidos de un corazón. Estoy seguro, de hecho, que unos ojos así, tan limpios y sinceros como los que me miraban en ese momento, bien podrían observar más allá de los bordes ondulantes de un sueño fugitivo. “Pues yo no te veo nada extraño en el rostro”, le dije yo, con toda sinceridad, desde luego. Más allá de ver una chica hermosa y sonriente no veía nada extraño. “Que sí, fíjate bien”, dijo entonces ella. “Hombre, que no veo nada que me resulte peculiar”. “Tienes que mirar bien”. “Pues sí, por eso, sigo viendo bien, pero sigo sin ver nada raro”. Aquella trivial discusión seguía, pero a nuestro alrededor, debo decir, reinaba la misma inmensidad de las horas que se han derramado sobre un caos dulce y apetecible. Reinaba un deseo intenso e indistinto, aunque con unos leves tintes oníricos y metafóricos. Un deseo que apenas se sugería. No había nadie a la vista. Solo ella y yo en aquel pasillo. No debíamos estar allí en ese instante, pero allí estábamos. Ella me miraba con fijeza, y fue entonces cuando en un impulso irreprimible de su ser, y con el ansia de ganar la pequeña discusión que sosteníamos, ella tomó mi mano en menos de un pestañear y sin consultarme, y con todo el desparpajo y la confianza del mundo la pasó por su rostro con suavidad. Debo aclarar que ella no pretendía que fuera nada romántico, solo quería demostrar un punto y nada más, no obstante, la sensación de su tacto y de su piel, fue una ola dentro de nuestras almas, una llama que hizo crepitar unos paisajes fugazmente imaginados, pues recién los inventábamos con una infinitud contenida en nuestras miradas, y con unas palabras que no deseaban buscar al tiempo. No podía dejar de tocar su rostro, de arriba abajo, de ver sus ojos, de sentir su ser, y la sensación a ambos nos volcó y nos consumió y nos volvió a volcar una y otra vez mientras los segundos, tranquilos y expectantes como nunca antes, se ralentizaban. Me acerqué entonces a ella, decidido, y justa y precisamente, en ese instante, sucedió que… Nada, no pasó nada, bueno, solo la típica persona que llega e interrumpe por lo que ella soltó mi mano. “Sí, tenías razón, te habías untado de dulce”. “Ves, te lo había dicho·”.
(Miguel A. Guerrero, 22 de diciembre de 2020).