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LA NIÑA DE LA VELA
*LA NIÑA DE LA VELA* *Escrito por: Esperanza Renjifo*

Después de tantos años me sigue causando gracia, hoy, la ingenuidad que se encuentra latente en mi niñez, ésa que me llevaba a pensar que sólo podía rezar a mis padres muertos teniendo encendida una vela. La misma que por razones de la vida siempre estuvo inalcanzable para mis manos de niña huérfana y asilada en un viejo convento en donde todo tipo de bien era casi inalcanzable a pesar de los múltiples esfuerzos.


Al menos hoy puedo decir que usar una vela para elevar una plegaria es sólo asunto de un pretexto para hacerlo de modo formal. Pues, lo podemos hacer en cualquier momento, y las veces que lo necesitemos o creamos necesarios, sin necesidad de encender una vela de por medio.


Recuerdo que por esa época —en mis años de noviciado en el convento— tendría ¿qué? 12 ó 13 años. Lo recuerdo muy bien. Apenas y tenía unos meses de haber sido trasladada desde la provincia a la capital. Esos tres años habían sido otra cosa. Tanto así que podía decir que esos años en el pueblito; todos eran mis amigos. Siempre era bienvenida en todos los hogares, no importaba que acompañara al padrecito a llevar buenas o malas noticias, ya que a veces llevaba las cartas personalmente de algunos del pueblo por ser la capilla el único lugar en donde llegaban todas las correspondencias de la comunidad. Incluso me alegraba o me entristecía al punto de hacer brotar alguna de mis lágrimas si alguna carta abierta con apresuramiento —por su receptor—, era portadora de grandes tristezas... Y así cada mañana... hasta que me trasladaron a la capital.


En la capital las cosas eran distintas, había otro orden de las actividades y responsabilidades a las que tenía que ir adaptándome. Una de ellas sería ayudar siempre y servir en todo sentido. Se podía decir que día a día se alternaban la felicidad y la tristeza, ambas emociones que oficialmente no deberían de formar parte de mi tarea. Lo digo porque sé que a todos nos agrada que alguien comparta nuestras penas y nos trate como si fuéramos importantes, qué es lo que en realidad somos todos.


Recuerdo que siempre solía ver que algunas monjitas votaban las sobras de los jabones. Y esos pedacitos eran muy chiquititos, pero a pesar de su insignificancia, yo los juntaba siempre. Porque por lo general muy a menudo me tocaba limpiar baños y duchas, Y a modo de recompensa e interés propio, sin que nadie lo supiera juntaba todos los pedacitos desechados de jabones y sin proponérmelo obtenía un super 'jabonzote' hecho a base de muchos restos. Que era lo que usaba luego para mi propio aseo a falta de mis propias propinas. Pues la verdad nunca nadie se preocupó en proporcionarme jabón. Y ese 'jabonzote' lo usaba incluso para lavarme el cabello. La verdad en todos estos años nunca me quejé que me hiciera falta nada. Siempre supe como sobrevivir encontrándole la forma con astucia a muchas cosas. Como al hecho de cepillarme los dientes con limón o sólo usando sal.


Pero a lo que iba, recordé que allí en el convento las novicias siempre solían encender velas. Velas porque se decía que había que ponerlas para poder pedir. Encender una vela simboliza siempre el llevar la luz a nuestros deseos o plegarias. Una vela ilumina nuestra petición u oración por la paz o una solicitud para una curación en concreto.


Y yo en medio de mi inocencia me decía que al no poseer una vela, nunca podría lograr que mis oraciones lleguen hasta mis padres... Podría decir que fui una niña ingenua u hasta tonta, en el sentido que llegué a pensar que mis padres nunca habían 'recibido mis oraciones. Por consiguiente había llegado a la conclusión que tampoco Dios me pudo escuchar porque nunca le encendí una vela. Y decía: <<"—qué rayos... 'osea' nunca me oyeron—">> Y me sentía mal porque era consciente que no podría encender una vela cuando lo deseara en nombre de mis padres, o cuando la necesitara para hablarle a Dios. Por esa razón procuré siempre estar atenta para encender la vela al altísimo para que al menos Dios sí me pudiera oír en esas pocas ocasiones en las que podía ayudar a encender el cirio o alguna que otra vela de la capilla.


Y así pasaron los meses... Nunca pude comprar una velita para mis padres. Y ni a quien pedir dinero para comprar velas, ¡Si no tenía ni para comprar un champú!. Así es que a pesar que esto me causaba algo de tensión, no me quedaba otra que continuar con mis labores dentro del cuartel en el que se había convertido el convento para mí. Así es que continuaba usando las mismas tres mudas de ropas que tenía y que usaba de modo cíclico lavando y usando junto a mis dos pares de zapatos; que eran una chancleta vieja con la que podía transitar dentro del convento y un par que guardaba para sentarme en el aula de clases, asistir a la capilla o a momentos solemnes. Aunque a veces andaba descalza porque se me daba mejor que usar zapatos, pues además esos no siempre eran de mi talla. Pues a veces algunas monjitas me obsequiaban algún par suyo. Al ser niña no había talla como para mí de entre los zapatos que ellas podían obsequiarme.


Pero no debo de negar que en alguna ocasión cierto familiar de las monjitas que iban al convento me veían y me regalaban muy ocasionalmente algo para mí, sin que yo les pidiera nada. Creo que de alguna manera les caía bien o no sé qué es lo que pensaban. Sobre todo en fechas festivas como Navidad o aniversario de la Congregación. Al parecer la gente se pone muy regalona y suelen donar al convento zapatos, ropa, sábanas o cositas necesarias como calzado o alguna prenda, que a su vez yo obsequiaba a quien no tenía o la apartaba para dar en donación para caridad a quienes necesitaran, pues al no ser mías; esas prendas me quedaban muy grandes o muy chicas.


En una de esas fechas festivas, vi que a una novicia le traían una caja de velitas misioneras para ella solita. La verdad a mí me brillaron los ojos y pensé: <<"Wao que suerte tendrá, ahora sí Dios le va a escuchar cuando ella pida sus oraciones">>. Después de todo una vela es una vela pero ella tenía muchas así es que podía hablar con Dios por días y días, y pues se me había ocurrido encargarle que pidiera por mis padres. Algunos minutos después la misma señora que le dejó la cajita de velas a la novicia se me acercó y me dijo quieres una vela misionera ¿verdad?. —Dios que evidente fui, y tuve una vergüenza tremenda. La cara me ardía como un semáforo en rojo, pero "apechugué" y dije lo que tenía que decir con la frente en alto, con la verdad por delante: Sí—. Por otro lado era la primera vez que veía tantas velas juntas, nunca antes había visto tantas. Bueno sí; pero en el altar de la capilla, por lo general solían usarlas para ponérselas al altísimo. Y bueno allí nadie a excepción de algunos pocos designados podían acercarse a encenderlas.


—¡Iba a tener una vela misionera!. No sé si las conoces, son de esas chiquitas y gorditas. De esas que no tienen más allá de tres centímetros de altura por casi cuatro centímetros de diámetro.


No sé cómo es que la miré, creo que fue con tanta ilusión. ¿O cuál sería mi expresión? que alguien vino hacia mí y después que me hubieron preguntado si quería la vela, yo dije: "Sí" con toda la alegría que podía irradiar. Casi sin pensarlo. De pronto alguien vino hacia mi y me dijo: "—Toma, es tuya—".


—Me acababan de regalar la felicidad y 'las llaves del cielo' para poder reencontrarme con mis padres a través de la oración. Eso era más que magnífico, era espectacular.


No cabía en mí misma de tanta felicidad. Esperar a que anochezca fue una eternidad para mí, tenía la velita en mi bolsillo y cada tanto metía mi mano para acariciar mi tesoro y asegurarme que no se me hubiera caído. Repasar con mis dedos sobre su superficie era como un; "—Papis ¿ya?, ¡ya!. Esperen un poquitito más, ya estaremos conectados en oración en breve, ¿sí?—"


Al caer la noche, yo estaba que saltaba en un pie con esa vela en el bolsillo de lo contenta que estaba. Al llegar las ocho de la noche ya casi tenía los dedos inquietos tratando de ya sacar la vela. Pasaba que en el convento a las ocho y cuarenta y cinco o nueve cuanto mucho, nos cortaban la luz de todas las celdas. A esa hora ya no había luz para nadie. Recuerdo que justo cuando apagaron las luces di tal grito de euforia que las volvieron a encender porque pensaron que sufrí algún accidente o algo así... Y una vez confirmando que estaba bien y que todo no era más que un arrebato de euforia me regañaron y me enviaron a dormir en una. Pero ya al cabo de un buen rato en perfecto silencio y con la ansiedad remangada, constatando que no había moros en la costa pude silenciosamente poner un pie descalzo sobre el suelo y sacar la velita para encenderla.


Grande fue mi sorpresa, cuando al momento de tanto deseo por encenderla recién caí en cuenta que no tenía fósforos —¡"Joder!" Corrí hacia el pasadizo descalza y de modo sigiloso apretando los pasos para evitar ser descubierta; con rumbo hacia la cocina. De pronto César el perro guardián empezó a ladrar. Y como si anunciara el arribo de toda una manada de ladronzuelos de gallinas o de la despensa de la cocina no me quedó más remedio que emprender el camino de regreso.


César se puso a aullar en forma tan escandalosa que hasta la viejita más sorda del convento podía oírlo hasta sin sus audífonos puestos. Pude escuchar que César había saltado alrededor de su casita tironeando de su cadenas como si un impulso de autodestrucción lo llevara a a derribar su propia casa. Podía escuchar que había entrado en tal estado de furia porque por lo general era un perro bastante exagerado. Llevando a cabo su danza guerrera, acompañándose él mismo de con una orquesta de gruñidos discordantes, y no paró hasta que una de las monjitas encendió la luz de uno de los corredores, en tanto yo corría a toda prisa para evitar ser vista, sino el castigo que me hubiese esperado por estar muy lejos de mi celda a esas horas de la madrugada. Entonces abruptamente cesó de sus actividades bélicas y se metió mansamente a la casita que tenía para descansar.


En tanto yo regresaba con el corazón saliéndoseme por la boca, invadida por el pánico del momento hasta que poco a poco la adrenalina del momento fue amainando muy despacio mis latidos y me quedé con los ojos mirando el techo de mi celda hasta que el día hubo llegado.


La mañana siguiente estuve como mosca; revoloteando en la cocina, ayudando en lo que podía en los quehaceres culinarios a fin que se descuidaran de los fósforos de la cocina. Ni bien pude coger la cajita, fue a parar en mi bolsillo. Para suerte sólo quedaba un palito de fósforos y muy solícita di aviso para que la monjita de la despensa pudiera darme otra de reemplazo. Quedándome con la vacía y sustrayendo algunos otros de la cajita nueva, antes de entregarla para poder encender mi velita.


En un descuido fui a parar por el gallinero y allí con la excusa de sacar huevos para la despensa con canasta en mano terminé mis labores con presteza y encendí mi velita con ansiedad. Y sin perder tiempo busqué un momento íntimo para empezar a rezar con una alegría desbordante todo lo que quise. Luego de ponerme al día con varios padres nuestros y algunas ave maría apagué presurosa mi velita para evitar que se me acabe tan pronto, pues no quería sólo rezar un día sino lo más que se pudiera.


Todo el día estuve pensando en ¿Cuándo se gastaría mi vela? ¿Cuánto me duraría?... Estas preguntas me sumieron en una tristeza y melancolía tremendas porque sabía que no volvería a tener una con qué comunicarme con mis padres. Y se sentía bonito poder conversar con ellos con la ilusión que ellos me escuchaban desde lo lejos. Había tanto que hablar y contarles, quería hablar con ellos diariamente. Buscar un momentito íntimo y poderles expresar todo lo que me pasaba, quería consejo para inquietudes, en fin tantas cosas que eran importantes para mí.


Al cabo de dos días empecé a ver con pena cómo conversación tras conversación con mis padres la vela cada vez se consumía. La apagué y quise ir a buscar a diosito a dónde colocaban al santísimo, quise pedirle que me durara más mi velita... Al cabo de casi una hora pude notar, observando minuciosamente, como otras velas como la mía y cada una de ellas siendo derretida de modo ineludible por acción del calor de su llama, pero también pude observar, al coger las lágrimas aún calientes que las velas al derretirse podían como moldearse. Fue entonces que se me ocurrió la brillante idea de introducir las lágrimas aún tibias de estas al espacio ya consumido por la mía. Luego la encendí con otra vela de allí y pude darme cuenta que si encendía y que ése había sido un brillante descubrimiento.


Con el transcurrir de los días me dedicaba a buscar lágrimas de velas derretidas para con ellas rellenar el espacio consumido de la mía.


Esta aventura me duró varios meses. Creo que tres o cuatro. Hasta que luego tuve que resignarme a prescindir de la vela al caer en cuenta que para elevar una oración a Dios sólo hace falta una cosa y ésa es tener la disposición de quererlo hacer y presentarse ante él limpia de corazón. —Escucha la voz de la razón, —Me dije con orgullo a mí misma— las conversaciones con Dios son sólo eso conversaciones, y para la conversación entre varias personas sólo hace falta hablar y expresarse, ¡¿Y si Dios es tan imagen y semejanza nuestra, por qué habría de usar velas?!


Creo que de alguna manera esta anécdota me ayudó de un modo u otro a desahogar todas esas cosas que tenía atoradas en la garganta por tantos años de no poder conversar con mis padres y sentir una ausencia total de su cariño y protección. Por otro lado era una manera de poder darme el gusto de conversar con ellos, y "autoterapiarme" de tantos silencios, preocupaciones, miedos, angustias, curiosidades... guardados dentro de mí


Este episodio de la velita misionera es uno de las tantas anécdotas un poco tontas que que tengo por ahí, lo bueno es que triunfó la razón aunque no por completo , pues como ya he mencionado tuve miles de aventuras u anécdotas que de alguna manera ilustran mi etapa de inocencia y curiosidad.

Este episodio de la velita misionera es uno de las tantas anécdotas un poco tontas que que tengo por ahí, lo bueno es que triunfó la razón aunque no por completo , pues como ya he mencionado tuve miles de aventuras u anécdotas que de alguna mane...
*Escrito por : Esperanza Renjifo* *Lima -Perú* *Todos los derechos reservados*© All Rights Reserved