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El Palmar

El Palmar.

Hacía 15 años que no sabía nada de mi padre, hasta que decidí hacer una llamada para hacer las paces y resultó mejor de lo que esperaba. No pasó mucho tiempo tras nuestra comunicación que recibí una llamada a las 10:00 P.M. donde las lágrimas de mi padre decían más que sus propias palabras: –Hija, acaba de fallecer tu abuela. La abuela del pueblo, la madre de 12 hijos y abuela de aproximadamente 25 nietos –tal vez un poco más, un poco menos–. El dolor de mi padre hablaba por todos los seres queridos de aquella dulce anciana, mi abuelita que me había criado en mis primeros años de vida había partido y mi padre, un hombre mayor, rústico, fuerte y valiente, se quebraba, lloraba como un pequeño mientras yo a la distancia no podía abrazarlo. Así que al amanecer tomé el primer bus que me llevó a su pueblo, fueron doce horas de viaje para llegar al Estado Monagas (el oriente de Venezuela) y cuando al fin llegué, aún faltaban cuatro horas para llegar al pueblo El Palmar en el corazón de las montañas. Estaba exhausta, sin embargo, ahí estaba yo, con todas mis fachas caraqueñas, vestida a la moda, perfectamente peinada y maquillada (en cada estación refrescaba los detalles) y como si fuera poco, tacones de 15 cm montada sobre el lomo de un burro, ya que era la manera de llegar a tal lugar a no ser que prefiriera un caballo, pero debido a su altura les temo profundamente. Los lugareños no dejaban de verme como un extraterrestre.
–¿Quién es ella? –se preguntaban constantemente unos a otros en susurros cerca del oído con la vista sobre mí, y tocaban mi ropa como si yo fuese un astronauta o viniera de otra galaxia. Los más pequeños no dejaban de tocar mi cabello –cosa que detesto profundamente– mientras yo evitaba el contacto visual imprudente para no incomodarles, ya que sus vestimentas eran viejas, rasgadas y sucias; sus cabellos también combinaban con todo lo que llevaban puesto, estaban realmente sucios y alocados como si no hubiera champú ni peines en el pueblo.

Al fin llegué a casa de la abuela, cuando faltaban aproximadamente 100 metros antes de llegar se podían escuchar los gritos de lamentos de las hijas, parecían las viudas de la guerra o el espanto de la llorona. Lloraban tan fuerte y con tanto dolor que realmente me conmovieron, sentía más dolor por ellas que por la propia muerte de mi abuelita.

Me acerqué a la urna y estaba mi abuelita, parecía dormida, le dejé un beso en el cristal y le dije: –Gracias abuelita, por qué me dejaste los recuerdos más bonitos de mi infancia. Descansa. Y luego alcé la mirada y estaba mi viejo, que realmente era en ese instante un niño huérfano de cinco años en un cuerpo de cincuenta y cuatro años.

Lo abracé y los papeles cambiaron, se desplomó a llorar sobre su primogénita, su primera hija de los 8 que tuvo, ahora su pequeña era quien lo abrazaba y consolaba en su tristeza como lo hizo él antes. Se concretó el acto del velorio y fui a casa de papá, como en mi infancia, subimos el camino de tierra e inclinado para llegar a la que hace treinta y dos años fue mi hogar. Era un pequeño ranchito con paredes de bloques mal pintadas, la pintura de la fachada se caía a pedazos y estaba muy sucia, el techo de zinc se veía muy viejo, la pequeña sala contaba con un bombillo que colgaba de un injerto de cables y el piso de cemento mal trabajado, siendo la única parte lisa en todo el lugar, ya que todo lo demás era tierra por completo. Todo se veía realmente desordenado, sucio y desgastado, el olor a tierra me agrada así que no fue un problema, más no puedo decir lo mismo de otros olores presentes como el de las gallinas y los caballos amarrados en el patio a 4 m de distancia que sí me estaban enloqueciendo y yo apenas acababa de llegar.

Mis medios hermanos a los que estaba conociendo también ese día me veían con total desconfianza y algo de celos, así que me evitaban. Yo no dejaba de observar aquel lugar que fue mi hogar primero que el de todos ellos, pero lo recordaba tan distinto... Todo era muy humilde, la cocina de la casa era blanca, vieja y estaba oxidada que hasta me sorprendió verla encendida cuando la señora de la casa, la esposa de mi padre, me preparaba un café y me calentaba un caldito. No tenían cuadros ni decoración en las paredes de ningún tipo más que rayones de los niños pequeños, manchas de pinturas de diferentes tonos, como si no movieron las cosas antes de pasar la brocha pero al tiempo cambiaron de posición los muebles. En definitiva, todo ante mi vista era un desastre, y a la hora de dormir no lo fue menos tampoco. Me pusieron a elegir entre dormir como atún en lata en el único cuarto que había junto a mis hermanos o preferir privacidad y podían acomodarme el mueble de la sala, a lo que accedí indiscutiblemente de inmediato.

Me dieron un par de sábanas limpias, un poco deterioradas también, pero con un olor muy rico de suavizante. ¿Que si dormí? ¡Ja, ja, ja! Por supuesto que no. El ruido de los animales afuera, los pasos de las gallinas sobre el techo, las caminatas de los caballos en medio de la oscuridad me tenían aterrada. Hasta que llegó la mañana y todos ya estaban activos: los niños jugaban como si el día anterior nada malo hubiera sucedido, los perros ladraban sin parar, los caballos de los vecinos subían y bajaban constantemente por aquellos caminos de tierra que conectaban todo el pueblo. Yo, después de saludar a duras penas a la familia debido a mi trasnocho, tomé un sorbito de café y salí al patio donde quedé maravillada con el espectáculo. Era una naturaleza impresionante: árboles frutales de todo tipo al alcance de mi mano, las gallinas con su fila de pollitos corriendo tras ellas, los caballos altos e imponentes. La yegua y su compañero eran dos pura sangre negros, y estaba prendida la mecha para la sopa del almuerzo que estoy segurísima que sería de gallina.

Para qué hablar más, si se han de preguntar qué sucedió entonces, les diré que me enamoré de nuevo de aquel pueblo y de todo lo que en sus entrañas escondía. Y aunque yo debía regresar pronto, ignoré mis diligencias y decidí quedarme algunos días más con mucha alegría y encanto, viendo poco a poco cómo papá comenzaba a sonreír de nuevo.


© F4our