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El Último Amanecer
En las vastas ruinas de lo que una vez fue la próspera ciudad de Galdurheim, los rayos del último amanecer luchaban por penetrar el perpetuo manto de nubes negras. A sus pies, las calles yacen en un silencio mortal, salvo por el crujir de los escombros bajo los pasos de Aric, un soldado desgastado por innumerables batallas en una guerra sin fin.

Aric, con su armadura abollada y su capa hecha jirones, arrastraba su espada, dejando un surco en el suelo envenenado por la corrupción. La ciudad, antaño bulliciosa con la risa de los niños y el ajetreo del comercio, ahora solo albergaba ecos de desesperación y la presencia constante de la muerte.

Cada paso que daba Aric era un recordatorio de sus pérdidas: amigos caídos, ideales desmoronados y la última chispa de esperanza que se desvanecía con el crepúsculo de la humanidad. La guerra contra los Desoladores había consumido todo lo hermoso del mundo, dejando solo ruina y cenizas.

Mientras avanzaba, la figura de una niña apareció entre los escombros. Su rostro, inexpresivo y sus ojos, vacíos de vida, observaban a Aric. Era una sombra, un recuerdo de las muchas almas que había fallado en salvar. Con cada visión que se materializaba ante él, el peso de su culpa crecía, aplastando lo poco que quedaba de su espíritu quebrado.

Al llegar al corazón de lo que fue la plaza central, Aric se detuvo. Frente a él se erguía el esqueleto de un gran reloj, su carátula detenida en el momento exacto en que el mundo había cambiado para siempre. Con un suspiro que parecía llevarse los últimos fragmentos de su voluntad, dejó caer su espada, resonando con un eco sordo contra el suelo agrietado.

El último amanecer se desvaneció, y con él, la última luz de Galdurheim. Aric cerró los ojos, rindiéndose al abrazo oscuro del mundo que lo rodeaba, un mundo sin mañana.

En la oscuridad envolvente, Aric se dejó caer junto a su espada caída, su armadura resonando con un tintineo melancólico contra las piedras frías. No había lágrimas en sus ojos; hacía mucho que se habían secado, consumidas por el calor de incontables batallas y el dolor de innumerables pérdidas. Sin embargo, en el silencio de la derrota, un susurro parecía elevarse desde las sombras, un murmullo apenas perceptible entre los vientos gélidos que barrían las calles desoladas.

“¿Por qué persistes, guerrero caído?” La voz, etérea y resonante, no parecía venir de ninguna parte y de todas partes a la vez. Aric levantó la cabeza, sus ojos buscando la fuente de aquel sonido que vibraba con una curiosa mezcla de curiosidad y desdén. No había nada, solo el vacío de la noche perpetua y los escombros de un mundo roto.

“No tengo nada más que mi persistencia,” respondió Aric, su voz ronca por el desuso. “Todo lo demás ha sido arrebatado de mí.”

El viento pareció reír, un sonido triste y frío que se llevó las palabras de Aric hacia los rincones oscuros de Galdurheim. “Y aún así, tu corazón late, guerrero. Latidos que desafían la desesperanza, latidos que hablan de un espíritu no completamente derrotado.”

Aric se puso de pie con esfuerzo, apoyándose en su espada como si fuera el único amigo que le quedaba. Miró hacia el cielo oculto por las nubes, un manto tan implacable como su enemigo. “¿Y qué se supone que debo hacer con estos latidos?” preguntó al viento, a la noche, a cualquier cosa que pudiera estar escuchando.

“Vive,” fue la respuesta simple, tan clara como si hubiera sido pronunciada a su lado. “Lucha no por lo que fue perdido, sino por lo que puede ser encontrado. Aunque tu mundo esté en ruinas, la esperanza es una chispa que puede encenderse con la menor de las brisas.”

Con esas palabras, Aric sintió algo dentro de él, un cambio sutil en el aire o tal vez en su alma. La desolación seguía siendo su paisaje, la pérdida su compañera constante, pero algo en las palabras del viento le infundió un propósito renovado.

Así, con la oscuridad cerrándose a su alrededor, Aric se adelantó una vez más, paso a paso, hacia lo desconocido. No buscaba la victoria, pues sabía que algunos males eran demasiado grandes para ser derrotados por completo. Buscaba redención, quizás no para su mundo, pero sí para sí mismo. Y mientras caminaba, las sombras parecían retroceder, como si incluso en el abismo más profundo, una sola llama pudiera todavía repeler la oscuridad.
Mientras Aric avanzaba a través de la penumbra, el viento se convirtió en un murmullo más definido, una presencia casi tangible que danzaba alrededor de él, rozando su armadura con toques gélidos.

“¿Quién eres?” preguntó Aric, su voz resonando con una mezcla de desafío y desesperación en el vasto vacío de la ciudad en ruinas.

“Soy Elyria,” respondió la voz, ahora clara y melodiosa, vibrando en el aire con autoridad y antigüedad. “Diosa de los perdidos, los olvidados, aquellos cuyas almas pesan tanto que se hunden en la tierra misma.”

Aric se detuvo, cerrando los ojos para concentrarse en la presencia que sentía a su alrededor. “¿Por qué te apareces ante mí, Elyria? ¿Acaso hay algo que un guerrero caído pueda ofrecerte?”

La risa de Elyria sonó como el tintinear de cristales en la brisa. “No es lo que puedes ofrecerme, sino lo que puedo ofrecerte yo a ti, Aric. Veo un corazón que aún arde, una voluntad que se niega a ser aplastada por el desespero.”

Aric sintió una punzada de ira, una chispa de su antiguo fuego. “¿Y qué puedes ofrecerme? ¿Esperanza? ¿Redención? Mi mundo está destruido, mi gente, muerta. ¿Qué sentido tiene continuar?”

“Te ofrezco un propósito,” dijo Elyria, su voz volviéndose firme y poderosa. “Continuar luchando no solo por los recuerdos de lo que fue, sino por el potencial de lo que podría ser. Puedo darte el poder de cambiar el curso de esta desolación, de luchar contra la oscuridad que consume tu mundo.”

Aric abrió los ojos, mirando hacia el cielo oscurecido como si pudiera ver a la diosa frente a él. “¿Y qué se espera de mí a cambio?”

“Solo que mantengas tu espíritu indomable,” contestó Elyria. “Que lideres, que inspires, que seas el faro en esta noche interminable. Que luches no solo por ti, sino por todos aquellos que han perdido la capacidad de luchar.”

Tras una pausa, Aric asintió lentamente, su decisión reflejada en la determinación de su mirada. “Lo haré. Por aquellos que no pueden, lo haré.”

“Entonces levántate, Aric, guerrero de la luz en tiempos de oscuridad,” proclamó Elyria, y el aire alrededor del guerrero se iluminó brevemente con un brillo sobrenatural. “Y lleva esta luz a los rincones más oscuros de tu mundo.”

Con un nuevo propósito inyectado en su ser, Aric levantó su espada, ahora imbuida de un brillo etéreo, y se dispuso a caminar hacia lo desconocido, no como un soldado en busca de su final, sino como un campeón de la última esperanza.


© Benjamin Noir