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"La Enmascarada "
La diosa del desierto, con ojos de acero y rostro cubierto por un velo tejido con los secretos de los faraones, observaba el mundo desde la cima de la Gran Pirámide. La arena se extendía a sus pies como un mar de plata bajo la pálida luna. Su capa, bordada con jeroglíficos que contaban historias milenarias, se movía con la brisa, revelando retazos de piel cubierta de polvo y cicatrices antiguas.

Sus manos, fuertes y curtidas por el sol abrasador, descansaban sobre una espada forjada con el metal de las estrellas. Sus pasos, silenciosos y firmes, se dirigían hacia la oscuridad que se extendía a lo largo de la arena infinita. Una sola pregunta resonaba en su mente, una pregunta que solo los antiguos dioses podían responder: ¿A dónde se habían ido las estrellas?

La Enmascarada caminó hacia el horizonte, donde la arena se encontraba con el cielo, un lugar donde se decía que los sueños y la realidad se entrelazaban. Mientras avanzaba, recordó las leyendas susurradas por los ancianos del pueblo: las estrellas no solo eran luces en el firmamento, sino guardianes de secretos y portadoras de destinos. Sin ellas, el equilibrio del mundo estaba en peligro.

Con cada paso, su mente viajaba a un tiempo lejano, cuando las estrellas brillaban con fuerza y los dioses caminaban entre los mortales. Pero en su corazón sabía que una sombra había descendido sobre el desierto, una sombra que había robado la luz del cielo. La Enmascarada sintió una punzada de determinación; no podía permitir que su hogar cayera en la oscuridad.

Al llegar a un antiguo templo olvidado, construido con piedras que parecían susurrar historias de tiempos pasados, encontró un altar cubierto de arena y escombros. En el centro del altar había un cristal oscuro que absorbía la luz como un agujero negro. Mientras se acercaba, sintió una energía palpable, como si el propio desierto respirara a su alrededor.

“¿Quién osa perturbar mi sueño?” resonó una voz profunda desde las profundidades del cristal. La Enmascarada no titubeó; era el espíritu de un antiguo dios que había sido encarcelado allí por su propia ambición.

“Soy yo, la Enmascarada. He venido a recuperar la luz de las estrellas,” respondió con firmeza.

El espíritu rió con desprecio. “Las estrellas son mías ahora. Sin ellas, los mortales sufrirán en la oscuridad y yo seré su único rey.”

Sin embargo, La Enmascarada sabía que no podía enfrentarse al dios sin un plan. Recordó las historias que le habían contado sobre el poder de los ancestros y cómo podían ser invocados para ayudar en tiempos de necesidad. Con su espada alzada y su voz resonando en el silencio del templo, comenzó a recitar antiguos encantamientos.

La tierra tembló bajo sus pies mientras sombras danzaban alrededor de ella. Un resplandor comenzó a emanar del cristal oscuro, y las figuras etéreas de los antiguos dioses comenzaron a aparecer a su lado. Juntos formaron un círculo brillante que desafiaba la oscuridad.

“¡Devuélvele al mundo lo que le pertenece!” clamó La Enmascarada mientras la luz comenzaba a romper la prisión del cristal.

El espíritu del dios gritó mientras la luz aumentaba, llenando el templo y revirtiendo el poder que había robado. Con un último esfuerzo desesperado, intentó aferrarse al cristal, pero fue demasiado tarde; se desvaneció en una nube de sombras.

Las estrellas comenzaron a regresar al cielo nocturno, brillando con una intensidad renovada. La Enmascarada cayó de rodillas, agotada pero satisfecha. Sabía que su pueblo podría volver a mirar hacia arriba y encontrar esperanza en la luz celestial.

Desde ese día, ella se convirtió en la guardiana del desierto y sus secretos. Las estrellas le revelaron nuevos caminos y desafíos por venir, pero siempre estaría lista para enfrentarlos con valentía y determinación. Su historia se convirtió en leyenda, recordando a todos que incluso en la más profunda oscuridad, siempre hay una chispa de esperanza esperando ser encendida.

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