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El Lago de los Silencios
Había un lago escondido en lo más profundo del bosque. Sus aguas eran tan tranquilas que parecían un espejo, reflejando los árboles y las estrellas con una claridad asombrosa. Pero este no era un lago común; era el Lago de los Silencios.

Las ranas y los nenúfares eran los guardianes de este lugar mágico. Las ranas, con sus ojos brillantes y sus patas palmeadas, saltaban de hoja en hoja, susurrándose secretos al oído. Los nenúfares, con sus pétalos blancos y amarillos, flotaban en la superficie, escuchando atentamente cada confesión.

Un día, una joven llamada Lucía llegó al lago. Había oído hablar de su fama y decidió visitarlo. Se sentó en la orilla, mirando las aguas quietas. Las ranas se acercaron, curiosas por la presencia de una extraña.

“¿Qué te trae aquí, querida Lucía ?” preguntó la rana más grande, su voz suave como el viento.

Lucía miró a su alrededor y suspiró. “Tengo un secreto que me atormenta”, confesó. “He amado en silencio a alguien durante años, pero nunca he tenido el valor de decírselo”.

Las ranas asintieron comprensivas. “Los secretos son como piedras en el corazón”, dijo otra rana. “Deja que el lago los absorba y encuentres paz”.

Lucía cerró los ojos y susurró su confesión al viento. Las aguas del lago se agitaron ligeramente, como si estuvieran tomando su carga. Cuando abrió los ojos, se sintió más ligera, como si hubiera dejado atrás un peso invisible.

Los nenúfares también escucharon. “Nuestro deber es guardar los secretos”, dijo uno de ellos. “Pero también somos testigos de la redención”. Y con eso, se abrieron, revelando un pequeño brote en su centro.

Lucía sonrió y tocó el brote. “Gracias”, susurró. “Quizás algún día encuentre el valor de decirle a esa persona lo que siento”.

Así, el Lago de los Silencios continuó su existencia, absorbiendo secretos y ofreciendo consuelo. Las ranas y los nenúfares seguían su danza silenciosa, cuidando de los corazones afligidos que venían a sus aguas.

Y dicen que, en las noches más tranquilas, se puede escuchar el eco de las confesiones pasadas, flotando sobre la superficie del lago, como suspiros liberados al viento.

© Roberto R. Díaz Blanco