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"La Corona de Espinas"
En un reino de oscuridad y muerte, donde el cielo sangra y las almas vagan perdidas, se levanta un trono de huesos y espinas. Sobre él se sienta la Muerte, con su rostro huesudo y una mirada vacía que lo abarca todo. Su capa negra, salpicada de sangre y lágrimas, fluye como un río de dolor, y su guadaña, afilada como el odio, amenaza con barrer todo a su paso.

La Muerte no reina sola. A su alrededor, un séquito de sombras y criaturas infernales le rinden tributo. Corvos con ojos rojos y garras negras se posan en los bordes del trono, sus graznidos escalofriantes llenan el aire. De los escombros y la tierra seca, surgen esqueletos, con las cuencas de sus ojos vacías, como un ejército de los muertos marchando al ritmo de la desesperación.

En la mano huesuda de la Muerte, se aferra una corona de espinas, retorcidas y crujientes, que le sangran en la palma. Cada espina representa un alma que ha perecido, un corazón que se ha roto, un sueño que se ha extinguido. La corona es su trofeo, su corona de victoria sobre la vida.

Bajo el trono, las llamas del infierno se agitan, devorando la tierra y creando un abismo de fuego. En el fondo, se puede ver un cielo teñido de rojo sangre, como una herida abierta que no deja de sangrar. Allí, se adivinan las figuras de los condenados, arrastrándose eternamente en el tormento y el sufrimiento.

La Muerte es la reina de este reino de horror, y su mirada vacía refleja el vacío de la existencia. Es la soberana del dolor, el amo de las lágrimas, la dueña del final. Y en su corona de espinas, se refleja la historia de la humanidad, escrita con tinta de sangre y dolor.
Mientras la Muerte se regocijaba en su reinado sombrío, un susurro distante comenzó a resonar en las profundidades del abismo. Era un eco de esperanza, un canto de almas que habían encontrado la luz en medio de la oscuridad. Las sombras que rodeaban a la Muerte comenzaron a inquietarse, sintiendo la vibración de ese poder inquebrantable.

De repente, una figura emergió del fuego, envuelta en una luz brillante que desafiaba la penumbra. Era una mujer, con ojos como estrellas y un aura de pureza que desbordaba amor y valentía. Su cabello dorado brillaba como el sol, y su risa resonaba como campanas en la distancia. La Muerte se giró, sorprendida por esta intrusa que osaba interrumpir su dominio.

—Vengo a liberar a las almas atrapadas en tu corona —dijo la mujer con firmeza—. No más lágrimas ni sufrimiento. La vida siempre encontrará un camino.

Con un movimiento de su mano, la mujer invocó una luz radiante que iluminó el reino sombrío. Las sombras retrocedieron, incapaces de soportar el fulgor del amor. La Muerte, furiosa y confundida, levantó su guadaña para atacar, pero antes de que pudiera hacerlo, la mujer alzó su voz:

—Tu poder es solo un eco del miedo que has sembrado. Las almas no te pertenecen; son libres y siempre lo serán.

La luz se intensificó y las espinas de la corona comenzaron a romperse, uno por uno, como si cada espina estuviera liberando un grito ahogado. Las almas atrapadas empezaron a elevarse hacia el cielo, dejando atrás sus cadenas de dolor. La Muerte sintió cómo su poder se desvanecía; cada alma liberada era un golpe directo a su corazón helado.

Finalmente, cuando solo quedaba una espina en la corona, la mujer se acercó a la Muerte. Con una voz suave pero decidida, dijo:

—La muerte no es el final; es solo una transformación. Acepta esto y encontrarás paz.

Y con esas palabras, tocó suavemente la última espina. En ese instante, una onda de luz pura estalló en el reino oscuro. La corona se desvaneció y en su lugar surgió un árbol radiante cuyas ramas se extendían hacia el cielo estrellado.

La Muerte miró hacia su trono desolado y luego hacia el árbol floreciente. Por primera vez en eones, sintió algo que no era odio: comprensión y aceptación. Con un susurro casi inaudible, dejó caer su guadaña y se desvaneció en una brisa suave.

El reino oscuro se transformó en un paraíso luminoso donde las almas danzaban libres bajo el árbol eterno. La vida había triunfado sobre la muerte y el amor había vencido al miedo. Así fue como nació un nuevo ciclo: uno donde la muerte ya no era temida, sino abrazada como parte de un viaje infinito hacia la luz.

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