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Los relatos de Etón/Prometeo
Mi astucia divina me ha llevado a cometer actos innobles contra las deidades en favor venturoso de los hombres. Poca perspicacia tuvo el supremo señor del rayo, el día en que eligió sobre las carnes apetitosas los huesos limpios de un buey. Enajenado, el señor del rayo arrebató el fuego a los hombres. Conociendo su poca sagacidad, hurté el fuego divino de su morada para la buenaventura humana.

El dinamismo de esta y otras circunstancias (la mujer de arcilla, el ánfora divina) me han traído aquí, al lecho de las rocas, que yace entre dos mares. No recuerdo ya cuánto tiempo he estado en este mundo o si siempre lo he estado; mi cuerpo inmóvil apunta al levante, donde tantas veces he visto asomarse el fuego del carro. Me pregunto si se acabarán los amaneceres, o si en verdad lo que veo es el poniente y no reconozco lo que se levanta y lo que cae.

A pesar de la confusión que genera la soledad y la aflicción de estar sujeto por la columna a la gran roca que es mi hogar, he encontrado la satisfacción de mis desconsuelos en un amigo. Viene a visitarme matutinamente y ayudarle es mi gozo. Mi amigo águila, Etón, mi única compañía: se posa en esta roca día tras día y me relata las insólitas vivencias de los humanos; de su pico he escuchado acerca de los males que el ánfora abierta esparció por el orbe, y de la esperanza que permea lo mortal.

Siendo este paraje un lugar inhóspito, donde no hay bestias comestibles ni vegetación (o por lo menos lo que mis ojos alcanzan a ver, puesto que lo que está a mi espalda jamás lo he visto), le ofrezco a Etón comer de mi hígado inmortal cada vez que viene a relatarme las aventuras de los mortales. Durante la noche mi costado vuelve a ser lo que era y Etón vuela a los lejanos parajes, donde duerme y escucha las vivencias humanas, que narra en sus visitas.

Los días parecen pasar, no lo sé, solo Etón lo sabe; ya he olvidado el tiempo que he estado acá, observando el carro áurico pasar por el firmamento. Carece de importancia el tiempo ciertamente: es este mi hogar eterno o eso he escuchado.

Otro día llega, eso creo: Etón ha de venir pronto. Veo una figura extraña a lo lejos, parece ser un hombre; uno de gran fuerza, sí, y muy grande también. Se acerca.

—Hombre ignoto, tú que andas por estas tierras donde nada hay que encontrar, ¿qué haces aquí?

—Yo, hijo del padre de los dioses y los hombres, y de Alcmena, descendiente de Perseo, y poseedor del arco y las flechas que todo lo aniquilan, vengo a liberarte del castigo impuesto por mi padre, por el favor de tu ayuda en una empresa en el Jardín de la Hespérides.

—Siendo tú hijo del que me ha condenado, has de tener potestad en tu palabra. Libérame, buen hombre, mi mano te agradecerá cumpliendo el menester que me concedas; lo juro por el Estigia y por las leyes divinas que rigen entre los dioses y los mortales.

—Te liberaré, viejo Prometeo, serás libre de toda cadena. Por tu suerte le daré muerte al águila que ha comido tu hígado con maldad, según lo dicho en lugares ajenos a esta roca, por las aves parlantes que esparcen rumores. Mira, ahí viene la abyecta ave. Le daré un tiro certero.

—¡Desgraciado descendiente del padre de los dioses y los hombres, detente y no dispares a mi amigo, a mi única compañía: Etón! ¡Ningún otro ser ha venido en mi ayuda más que él; si eres digno de la sangre divina deja libre al fiel camarada que me ha acompañado durante periodos casi eternos! ¡Ya he realizado un juramento inquebrantable, libérame, y deja huir a Etón como último favor!

—Por el que me ha concedido el nombre de Heracles, el venerable Apolo, dejaré libre al que fue tu único amigo. Viejo Prometeo, tú que eres sabio, cumple tu promesa y muéstrame como actuar en el trabajo que me ha sido asignado…
© Engel Volkov