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mañanas que chirrían

La puerta chirría porque en una madrugada absurda como ésta, todos esperamos que una puerta chirríe. Ruido intempestivo más de viejo que de Stephen King.

Bien es verdad que a estas alturas de la película el hombre del saco y los monstruos del armario se han desdibujado entre adolescencias y facturas, han envejecido como los viejos libros amarillentos de R.L.Stine. Son amenazas menos tenebrosas que las amenazas de verdad, las del día día y el tic tac del reloj. Pero es martes quince de octubre. Aún noche y llueve y hace frío.

He puesto la radio como cada mañana después de mear y lavarme la cara. Es demasiado temprano para la programación habitual, así que tienen puesta una grabación en bucle con malas versiones smooth jazz de buenos temas de Areta Franklin. Supongo que será de gran ayuda para los que pueden estirar unos minutos más esas primeras perezas del día. Hay personas con suerte. Yo no puedo alargar ni un segundo a un día que ya ha pasado; las horas se desgranan entre mis dedos y se deshacen como si nunca hubiesen existido, así que me resigno al ahora y me centro en una idea cualquiera con el propósito de limpiar la mente de todos los imposibles y quizás que la rondan cuando nos desnaturalizamos con amaneceres forzosos. Así que pienso en Areta y en el hecho de que hoy en día parece que se puede hurgar en lo que sea con total impunidad. Cualquier persona puede jugar al juego del crítico y el creador con un poco de tecla y otro poco de I.A. En cualquier cosa; en las películas antiguas, en los clásicos de la música, los comics… Reinventan hasta la comida, es un mundo de locos.

Por un momento me distraigo pensando en que a lo mejor hemos agotado nuestra capacidad de asombro, que ya estamos vacíos. Que el tiempo de la creatividad y el espíritu libre son desvaríos de un ayer más claro que éste y que como las horas que yo mismo he perdido, es como si nunca hubieran existido. Me enervo, claro, y desvío la mirada sin querer durante una milésima de segundo y esa milésima de segundo es la que guía mi pie hacia la esquina y me golpeo en el dedo meñique que como corresponde a un percance de este tipo, está helado como un témpano de hielo.

Cojeo los tres últimos escalones como un penitente encabronado y todavía estoy haciendo desfilar santos hacia el cadalso cuando enciendo la luz y el parpadeo del fluorescente me trae a la memoria al electricista que nunca encuentra tiempo para venir a arreglarlo. No es algo vital, pero es un recuerdo que me altera y por un momento atenúa el disgusto por Areta y por la absurda modernidad digital. Me calma la ansiedad y acalla el dolor del pie. Está bien que algo sea culpa de otro, para variar.

Respiro hondo durante el tiempo que tarda la lámpara en estabilizarse y miro con desgana pero menos enfadado que antes el conocido pero exasperante caos de la despensa. Un territorio comanche de trincheras de cartón, adornos de navidad y zapatillas de verano. Apunto la vista hacia el hueco de siempre como un francotirador experimentado, pero está vacío. Un vacío pesado, plomizo como una sentencia de muerte. Es un vacío tan real que se me acelera el pulso y la noche al otro lado de la ventana se vuelve todavía más oscura, la lluvia más agresiva y el frió más cortante. Estoy a un tropiezo de caer en el abismo y salir a quemar el mundo, a vengarme de la vida por ser siempre un puto chiste sin gracia. Estoy a punto de desviarme, de perder pie. Pero de repente, como en un Deus ex machina, una imagen olvidada, uno de esos momentos silenciosos como suspiros entre realidades, me trae a la memoria una mañana de sábado en un mercadillo de barrio. Un sábado lejano, cálido, primaveral… un sábado que en el recuerdo se ve perfecto como un anuncio de colonia. Recuerdo un monopoly sin estrenar por un euro y medio. Un paquete de tabaco y una bolsa de supermercado.

Entonces me olvido del electricista y de la noche y del frío. Me olvido del golpe, de la vida, de martes quince de octubre y llueve y me voy directo al Monopoly ( que está tal cual, sin estrenar) y lo aparto a un lado con una alegría exagerada. Ahí está, en la misma bolsa de supermercado, junto al mismo paquete de tabaco sin abrir, como el juego.

Lo cojo todo como quién arrulla un bebé, apago la luz ( vuelve el electricista a la cabeza; desde que compré la casa subiendo las escaleras a oscuras) y vuelvo a distraerme otra milésima de segundo. Me golpeo el meñique, el otro, y un dolor me recuerda al otro y entonces me acuerdo de Areta y del frío y la lluvia. Me acuerdo de las pantuflas al lado de la cama y del Monopoly y de que todavía es martes y de todas y cada una de las posibilidades que hoy también dejaré sin escoger, porque esa es una de las razones de ser de la rutina y de las obligaciones. Llego arriba derrotado y con dolor de cabeza. Abro el grifo y lleno el depósito con litro y medio de agua, vierto un tercio del paquete en el filtro y enciendo la cafetera. Trato de quedarme en blanco centrando mi atención en el café, en su aroma y en su esencia ritual y apenas se llena la jarra, me preparo una taza.

Dos tragos con una aspirina y el primer escalofrío que templa mi cuerpo parece ponerlo de nuevo en sintonía con el mundo real. Las recias cotidianidades, tan pesadas hace apenas un minuto se redistribuyen en pequeños quehaceres sin importancia y suspiro con un poco más de ánimo. Con el tercer trago se disuelve el pasado y toma protagonismo el minuto siguiente, el deber, el analgésico placebo de la rutina y para el cuarto, después de más de cinco años de lucha ahora mismo olvidada, abro el paquete de tabaco, el Facebook y enciendo un cigarrillo. Al fin y al cabo, hoy es siempre todavía.