lobo feroz
Un gesto contrinto, semioscurecidas las facciones por un atardecer tardío, estival, que se cuela tímido a través de las cortinas de hule. La sangre agolpándose en las sienes, a borbotones, tamborilean dentro de un cráneo pelado, perlado de sudor. Corbata corinto con pinza de hueso sobre una camisa beige, deslucidos los puños, el cuello y los codos. Fuma un pitillo, tabaco negro, agrio, fuerte, con la misma delicadeza y pasión con la que desnudara por la noche, en la soledad de su memoria encharcada, a aquella muchacha que le sirviera los anises en el bingo, la sonrisa resignada de estudiante de entre horas. Suspira una especie de nudo de inpaciencia que parecía esquistado en la garganta mientras mira el reloj de su muñeca, empañado por un halo de vaho. Rasca con la cuidada uña de su dedo meñique, manicura de veinte euros, una imperceptible gotita de sangre que no pudo arrancar la apresurada ducha de la madrugada anterior y que pesa como si fuese de plomo. La chaqueta, un blazer negro discretito, como todo lo demás, revestido con cierta nostálgica elegancia pasada de moda, descansa perezosamente sobre la consola de pino de anticuario que preside el imponente hall, todo elegancia y buen gusto, de un señorial piso del centro, tercero interior sin ascensor.
Apaga la colilla en un cenicero de plástico barato, sesenta centímos de contaminante made in china, chuchería chabacana fuera de lugar, con la estampa soñolienta de un Arlequín ennegrecedio. Se pone la chaqueta y se sonríe en el espejo sin marco, metro noventa de sonrisa sincera y cariada, amarillo nicotina y cognac, pero sonrisa al fin y al cabo. Lleva ya un par de horas tratando de saborear de antemano la analgésica sensación de impunidad bíblica...