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El Proyector de los Deseos.
En el corazón de la ciudad, entre callejones estrechos y farolas parpadeantes, se alzaba el Cine Aurora. Su fachada de piedra, cubierta de enredaderas, parecía susurrar secretos a quienes pasaban por su lado. Pero no eran los clásicos filmes en blanco y negro lo que atraía a los curiosos. Era el rumor de un artefacto olvidado: el Proyector de los Deseos.

El anciano Señor Marlowe, dueño del cine desde tiempos inmemoriales, guardaba celosamente el proyector en el sótano. Nadie sabía cómo había llegado allí ni quién lo había construido. Solo se decía que tenía el poder de materializar los sueños de los espectadores. Aquellos que se sentaban en la butaca número 13 podían pedir un deseo, y la película que proyectaba se convertía en su realidad.

Los habitantes de la ciudad acudían al Cine Aurora con esperanzas y anhelos. María, la joven costurera, deseaba encontrar al amor de su vida. Don Manuel, el anciano bibliotecario, anhelaba recuperar la vista que había perdido años atrás. Y Luis, el niño de la panadería, soñaba con volar como los pájaros.

El proyector brillaba con una luz mágica cuando se encendía. Las imágenes danzaban en la pantalla, y los deseos se tejían en la trama. Pero pronto, los efectos colaterales se hicieron evidentes. María encontró al amor, sí, pero a costa de perder su voz. Don Manuel recuperó la vista, pero solo veía sombras y pesadillas. Y Luis, al volar, descubrió que las alturas también escondían abismos.

Señor Marlowe, con su rostro surcado de arrugas, observaba desde la cabina de proyección. Sabía que el proyector tenía un precio. Cada deseo cobraba su tributo. Las lágrimas de los enamorados, la sangre de los curiosos, los suspiros de los soñadores… todo quedaba atrapado en la película, alimentando su magia.

Una noche, Isabella, una actriz desesperada, se sentó en la butaca 13. Su deseo era simple: fama y fortuna. La película se desplegó ante ella, mostrando su ascenso meteórico. Pero la fama tenía un sabor amargo. Los paparazzi la acosaban, y su alma se volvía más frágil con cada flash de cámara.

El proyector, insaciable, exigía más. Isabella se convirtió en una marioneta de su propio éxito. Su piel se volvió papel, sus ojos, tinta. La película la absorbía, y su cuerpo se desvanecía en la pantalla. Se convirtió en una figura etérea, atrapada entre dos mundos.

Señor Marlowe cerró los ojos. Había visto suficiente. El proyector era una trampa, una ilusión peligrosa. Pero ¿cómo detenerlo? ¿Cómo liberar a Isabella y a los demás?

La respuesta estaba en las palabras escritas en el reverso del proyector, en un idioma antiguo que solo él comprendía. Debía sacrificar su propio deseo, su añoranza de juventud, para romper el ciclo. Y así lo hizo. El proyector se apagó, y las luces del Cine Aurora se extinguieron para siempre.

Isabella, ahora una sombra en la película, sonrió desde la pantalla. Su deseo se había cumplido, pero a un precio demasiado alto. El Cine Aurora quedó en silencio, y la butaca 13 permaneció vacía.

Dicen que, en las noches de luna llena, aún se escuchan susurros en el viento. El proyector de los deseos puede que siga latente, esperando a aquellos dispuestos a pagar el precio por un instante de magia.

Y tú, querido lector, ¿te atreverías a sentarte en la butaca 13 y pedir tu deseo? Piénsalo bien antes de hacerlo. La película podría comenzar, y no hay vuelta atrás en el mundo de los sueños.

© Roberto R. Díaz Blanco