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El Reloj de Arena Perdido
En un pequeño jardín trasero, oculto entre las enredaderas y las rosas, apareció un reloj de arena. Nadie sabía cómo había llegado allí ni quién lo había colocado. Su vidrio era antiguo y desgastado, y la arena que fluía dentro de él tenía un brillo dorado. Pero lo más extraño era que no tenía marcas de tiempo. No había números ni divisiones para medir los minutos o las horas.

Los habitantes del pueblo se reunieron alrededor del reloj, sus ojos llenos de curiosidad. ¿Qué secretos guardaba? ¿Cuántos momentos había medido a lo largo de los años?

La anciana Isabel, con su cabello plateado y arrugas profundas, fue la primera en acercarse. Extendió su mano temblorosa y tocó el vidrio. La arena se movió lentamente, como si suspirara. Isabel cerró los ojos y recordó su juventud: los bailes en la plaza, los besos robados bajo la luna, las lágrimas de despedida cuando su amado partió a la guerra. ¿Cuántos momentos había medido este reloj?

El joven Lucas, con su mirada inquieta y sueños de aventura, también se acercó. Observó la arena caer y se preguntó cuántos momentos había perdido en su búsqueda de tesoros y fama. ¿Cuántas oportunidades había dejado escapar mientras perseguía quimeras?

La madre Ana, con su bebé en brazos, se preguntó cuántos momentos de risa y ternura había compartido con su hijo. ¿Cuántas noches de insomnio y preocupación había vivido mientras lo cuidaba?

El reloj de arena no daba respuestas. Solo seguía fluyendo, sin detenerse ni apresurarse. La arena dorada caía con una cadencia constante, como el latido de un corazón antiguo.

Con el tiempo, los habitantes del pueblo comenzaron a notar cambios en sus vidas. Isabel encontró una carta amarillenta en el ático, escrita por su amado hace décadas. Lucas dejó de buscar tesoros y comenzó a apreciar los momentos simples: una puesta de sol, una taza de té caliente, una sonrisa compartida. Ana abrazó a su bebé con más fuerza, sabiendo que cada instante era precioso.

Pero el reloj de arena también tenía su lado oscuro. Algunos decían que aquellos que lo tocaban quedaban atrapados en sus recuerdos, incapaces de vivir el presente. Otros afirmaban que la arena absorbía los momentos de sus vidas, robándoles experiencias y emociones.

Una noche de luna llena, cuando el jardín estaba en silencio, Isabel se acercó al reloj. Sus ojos brillaban con determinación. Extendió su mano y giró el vidrio. La arena se detuvo. El reloj dejó de fluir.

Isabel sonrió. Había decidido que algunos momentos debían quedar atrapados en el pasado. No quería olvidar las risas ni las lágrimas, pero también anhelaba vivir el presente. Dejó el reloj en su lugar y se alejó, sintiendo que había tomado una decisión importante.

El reloj de arena permaneció en el jardín, su arena inmóvil. Nadie sabía cuántos momentos había medido, pero todos entendieron que su poder era tanto una bendición como una advertencia. Los secretos que guardaba eran los de cada corazón que lo tocaba. Y aunque su historia seguía siendo un misterio, su presencia recordaba a todos que el tiempo era un tesoro efímero, y cada momento debía ser vivido con gratitud y amor.

© Roberto R. Díaz Blanco